«Madre, ¿por qué tengo que irme?», preguntó desconcertado el muchacho con aquella extraña voz propia de su edad.
«Corre hijo, corre lo más lejos que puedas —respondió la mujer que tenía delante—. Corre y no mires atrás».
«Pero… yo… ¿qué voy a hacer allí fuera? ¿Cómo voy a sobrevivir? —Su voz se quebró en un infantil sollozo—. Me van a matar… madre… voy a morir… ¿por qué me haces esto?»
Ella respondió con lágrimas en los ojos, mientras empujaba a su hijo hasta introducirlo en una de las esclusas de descontaminación previas a la enorme compuerta de acceso.
«¡Mamá!» gritó el niño con voz atronadora.
«¡Huye lejos! —Respondió antes de que las pesadas compuertas de seguridad se cerrasen—. Mantente lo más lejos que puedas y protege eso con tu vida».
El sonido se cortó cuando la esclusa quedó sellada. A través del cristal blindado la mujer vio cómo su hijo estallaba en llanto y apretaba con fuerza el oscuro recipiente de nanoplástico que ella le había dado una hora antes, cuando él todavía pensaba que era huérfano.
«Corre y no te detengas pequeño —murmuró con la mano pegada en el cristal—. Sobrevive para que nuestro sacrificio no sea en vano…».
El sueño terminó como siempre terminaba. El niño corría y corría desesperado sin conseguir alejarse lo más mínimo del portón de acceso. Luego desaparecía todo vestigio de sonido y una cegadora luz lo saturaba todo, anunciando la llegada del calor abrasador. Sólo cuando éste llegaba, él conseguía despertar con el desgarrador grito del niño resonando en su cabeza.
Un ligero zumbido detrás de mi oreja derecha hace que abra los ojos por completo. Sin prestar atención a la oscuridad que me rodea, concentro todos mis sentidos en analizar su intensidad y cadencia. Escucho con atención hasta que la vibración cesa. Entonces mi corazón late con fuerza una sola vez mientras contengo la respiración y espero a la siguiente. Siento una nueva vibración cuando mi corazón vuelve a latir. Ambos zumbidos han tenido la misma intensidad y duración, con una pausa de casi dos segundos entre ellos. El tiempo exacto que tarda mi corazón en volver a latir.
Aquello es una señal tranquilizadora. He podido descansar sin que uno solo de los salvajes animales que pueblan esta región del Yermo se haya acercado a menos de cien metros de mi posición.
Noches como esta son muy escasas. Dormir es un bien tan necesario para el cuerpo como para la mente y no todas las semanas puedo disfrutar de tantas horas de descanso seguidas. Ni siquiera puedo decir que lo haga en todos los ciclos, menos sún cuando me encuentro tan lejos del refugio seguro más cercano.
Dos golpes con el dedo índice encima del pequeño dispositivo negro que llevo detrás de la oreja bastan para desconectarlo. La vibración cesa y el sistema de comunicación silenciosa SIS emite un casi inaudible pitido como respuesta. Todavía tengo unos minutos antes de que amanezca.
«Alguna vez mi UGC dejará de ser tan preciso y…»
No tiene sentido pensar en eso. La UGC y el Sistema de Comunicación Silenciosa funcionan a la perfección. Y si algo fallase tengo recambios de ambos repartidos por la mayor parte del Yermo. Además, después de tantos años vagando solo estoy más que preparado para sobrevivir al fallo de una alarma. Quizá debería volver a instalar trampas manuales por si los sensores de corto alcance fallan. O a medio alcance, por si los de largo alcance permiten que un grupo de excavadores se acerque demasiado.
Sacudo la cabeza aturdido. ¿A qué vienen estas absurdas dudas? Llevo haciendo esto más años de los que recuerdo.Y no siempre tuve el equipo que tengo ahora.
—Al fin y al cabo soy el Morador del Yermo —digo en alto con todo el sarcasmo que soy capaz de reunir.
Me desperezo y con rápidos gestos accedo al panel de control de la Unidad de Gestión y Control personal de mi antebrazo. Compruebo el histórico de lecturas de los sensores medioambientales y de movimiento. El tenue brillo de las letras verdes fluye a lo largo de la pantalla de grafeno endurecido mostrándome datos, mediciones y análisis espectrográficos del entorno. La fuerza de la costumbre hacen que active el modo de exposición rápido. No necesito entender todos los datos, solo buscar las anomalías de los registros.
Parece que ha sido una noche tranquila. La radiación se ha mantenido en niveles aceptables, los filtros de la tienda operan a pleno rendimiento y los sensores no han mostrado desviaciones de actividad mayores que las de una cucaracha. Lo único que llama la atención es la previsión barométrica. Hay un agujero de bajas presiones en varias decenas de kilómetros a la redonda. Una tormenta se acerca. Algo tan normal como decir que el sol brilla, que el agua moja o que la radiación mata. Bueno, solo a algunos.
Introduzco los comandos que modifican los sensores de largo alcance de la tienda y los programo para barrer el horizonte en busca de posibles tormentas de iones. Sería una pena descuidarse y pasar por el lugar de creación de una de ellas. No es que fuera a morir por culpa de la dosis extrema de radiación letal, sino porque gran parte de mi equipo resultaría dañado en el proceso.
El reloj digital de mi UGC indica que llevo más de cinco minutos de retraso sobre el plan previsto. Minimizo las pantallas de control de los periféricos de mi tienda y programo el encendido de los motores de la aeromoto para más tarde. Todavía tengo que realizar mis ejercicios de encendido corporal.
Sentado en el duro suelo pronuncio un mudo comando subvocal para activar la reproducción de música. Mi único lujo. El único capricho que se puede permitir alguien que viaja y lucha por su vida día tras día a lo largo y ancho del Yermo. Inspiro y expiro con suavidad mientras empiezan los acordes de la primera canción de mi único disco. Quizá sea el último disco de la vieja humanidad que todavía existe sobre la faz de esta tierra que nos ha tocado vivir. Una melancólica sonrisa me rompe la concentración.
«¿Qué es lo que me pasa hoy?».
Con la segunda tanda de respiraciones consigo desechar todos mis pensamientos. Relajado, concentrado y alejado de cualquier punto de distracción salvo de las alarmas del SIS, dejo que mi cuerpo vibre al ritmo de la música.
Espero sosegado hasta que los acordes de la melodía anuncian el momento del cambio. Cuando la canción estalla en su primer clímax, mi cuerpo lo acompaña con una serie de complejos y veloces movimientos. Destinados a ejercitar todas y cada una de las fibras de mi ser. Algo que aprendí a hacer cuando viajé con los Tig. Nómadas guerreros que consideraban la protección de la humanidad en el Yermo como su único deber en la vida.
Pobres locos. Según dicen sus propias leyendas eran descendientes del antiguo cuerpo militar que se reveló contra el alto mando antes de que estallasen los conflictos que derivaron en el Colapso.
Aunque no creo que nada de lo que cuentan sea cierto. Lo poco que sé indica que la humanidad se destruyó a si misma en tan poco tiempo que no hubo tiempo de cambiar de bando. ¿Acaso hubo bandos en aquel desastre?
Los Tig poseían grabaciones de los ejercicios de entrenamiento de cuerpos de élite anteriores al Colapso. Humanos con capacidades asombrosas que podían ejecutar movimientos y golpes con una velocidad y una potencia increíbles. Nadie sabía cómo podían hacerlo. Debían poseer algún tipo de modificación en su cuerpo que no se percibía en las holograbaciones.
Eran unos ejercicios que muy pocos conocían y menos aun que los hubieran visto realizar en vivo. Ya no quedaban mutantes naturales con capacidades similares. Todos estaban muertos y extinguidos por sus malformaciones y su esterilidad innata. Ahora nadie podía soportar tal intensidad en tan poco tiempo y, que yo sepa, no queda nadie sobre la faz de este desolado planeta capaz de ejecutarlos todos. Menos aun una vez al día.
Salvo yo.
¿Por qué soy tan diferente del resto de los humanos? ¿Qué me hace ser como soy? Llevo quince años buscando esas respuestas sin haber avanzado casi nada. Sé muchas cosas sobre los Antiguos, sobre sus costumbres, su vida, su mundo y sus avances tecnológicos. Conozco parte de la historia que llevó a la humanidad a destruirse. Pero no conozco ninguno de los por qué. No sé quién soy ni de donde vengo. Sólo tengo una pista muy vaga sobre dónde podría estar la información que necesito y cada año que pasa estoy más lejos de encontrarla.
Termino los ejercicios sudando y con los músculos en carne viva. La sensación de cansancio es extrema nada más acabarlos. Es mi momento más vulnerable del día, aunque dure sólo unos minutos.
Vuelvo a bajar mis defensas internas y no puedo evitar recordar el sueño. No todas las noches consigo soñar, y casi preferiría no tener que hacerlo, pero cuando lo hago siempre son imágenes y situaciones que me provocaban un despertar de emociones muy dolorosas. ¿Cómo puede doler la muerte de una madre que no es la mía? Mi madre y mi padre eran nómadas del Yermo y fueron asesinados por el valor de los trajes de protección que llevaban. Delante de mi. ¿Quién es en realidad la mujer de mi sueño? Yo no tengo hijos, hermanos, ni familiares vivos. ¿Quién es ese crío? Débil, achaparrado, con la nariz aguileña y el pelo grasiento y negro. Lo opuesto a mi.
Sacudo la cabeza una vez más. Da igual lo que sean. Da igual quiénes fueran. Lo único que importa es que desvian mi mente de su verdadero objetivo y alteran mi estado de ánimo. No puedo permitírmelo. Eso sí que puede significar mi muerte y no el fallo de un ordenador. Un error y cualquier carroñero, humano o no, puede destrozarme las entrañas en un instante. Nadie valora mi vida más allá de los bienes que porto conmigo. Y eso incluyen mi piel, mi carne y mis huesos. Al fin y al cabo, noventa kilos son más que suficientes para alimentar a treinta personas durante una semana. O a cinco ejemplares de lobo rojo durante el mismo tiempo.
Suspiro en silencio mientras el Twotraje termina de absorber mi sudor. Me recojo el oscuro pelo en una coleta que oculto por dentro de mi traje de seguridad. Hoy no quiero que su color rojo teja sobre el fondo negro de mi ropa delate mi presencia en esta zona. Llevo mucho tiempo detrás de esta pista y todavía no he encontrado nada que merezca la pena. Casi dos ciclos lunares completos fuera del refugio sin una sola pista sobre el Arca.
Hasta ahora.
La frustración es demasiado grande. Llevo años de búsqueda a lo largo y ancho del continente de aquello que es mío por derecho. Todas las pistas que encuentro sobre ese Arca o el legado de mi familia mueren con cada grupo de carroñeros que se entromete en mi camino. Las pocas pistas que saco me llevan a otras pistas, que me llevan a otras pistas y terminan con alguna vieja leyenda local. Parece que el Arca no existe más que en mi sueños.
Ni siquiera hay alguien que reconozca el nombre o el símbolo de la banda que los aniquiló a todos menos a mí. Ni siquiera cuando insisto de verdad en preguntarles.
Al final no van a quedar cuervos ni carroñeros a los que preguntar.
El contundente sonido de la música cesa siete minutos veintisiete segundos después de haber empezado, sustituida por un zumbido grave y profundo emitido directamente en mi canal auditivo. La aeromoto está encendiendo su generador. Con movimientos rápidos me pongo la ropa de abrigo encima del Twotraje y salgo de la tienda. Desconecto el generador portátil del equipo de sensores y la aeromoto, dejo que la tienda se pliegue sobre sí misma y guardo todo de vuelta en la mochila.
De un salto me montó encima de mi resistente vehículo e introduzco en el navegador las coordenadas de mi siguiente destino. Si todo va como tengo previsto esta misma tarde entraré en el área de las colonias Zábula por el suroeste. Aunque ya he aprendido que todos los planes están abocados al desastre desde el momento en el que se diseñan.
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