Este fue uno de los primeros relatos que apareció en El Rincón de Cabal. Ha sufrido modificaciones con los años, mejoras y ediciones que mantienen el espíritu original, pero mejoran su prosa.
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El relato: un reloj de cuco
Llevaba tiempo queriendo robar en aquella mansión. Antes de dedicarse al antiguo y noble arte del robo, incluso antes de aprender el oficio de carterista, aquella casa palaciega de dos plantas, construida en el siglo XVIII, lo tenía obsesionado. Había algo le atraía de forma incontrolable.
Años atrás, en aquellos días que decidía saltarse la escuela —antes de abandonarla por completo—, dedicaba el tiempo a deambular por la ciudad. Paseaba durante horas, ensimismado en sus pensamientos, y siempre terminaba en aquella acera, delante de aquella cancela oxidada y observando aquel palacio.
Aquella noche, por fin, iba a cumplir sus deseos. No tenía claro si obtendría algo de valor, pero no le importaba. Lo único que quería y deseaba era descubrir los increíbles misterios que, desde niño, sabía que se ocultaban entre aquellas cuatro paredes.
Sabía que el edificio estaba abandonado desde antes de que él naciera, pero aun así había dedicado más de una semana a vigilar la parcela. Como era de esperar, no había visto signo de habitante alguno en el exterior ni en el interior. Nada ni nadie se interpondría en su cita.
Al anochecer, saltó la verja por uno de los laterales menos visibles del recinto con un cuidado casi reverencial. Una vez dentro del jardín llenó por completo sus pulmones y disfrutó del aroma añejo que despedía lo que más parecía una selva que un jardín. El olor hizo que su imaginación le trasladase a un tiempo remoto en el que el abandono y la tristeza no eran los únicos inquilinos de aquel lugar.
Agitó la cabeza para salir de su ensoñación y se encaminó con paso firme hacia a la puerta trasera. Dedicó unos instantes a disfrutar de la miríada de sensaciones que le rodeaban. El tacto de la madera, el frío del pomo, la belleza de los detalles tan intrincados que lo cubrían… Pidiéndole perdón por lo que iba a hacer, sacó su estuche de ganzúas.
Inspiró.
Tan cerca de la casa podía respirar un ambiente envejecido, casi sagrado, más parecido al de un templo que al de una mansión.
Expiró despacio y volvió a coger aire, esta vez con los ojos cerrados.
La noche, la casa, le arrullaron con dulzura. La brisa nocturna, que agitaba los arbustos descuidados, el chirrido de la parte delantera de la cancela de hierro forjado, su corazón bombeando sangre de manera rítmica y sosegada y el silencio que había más allá. Todo auguraba que iba a ser una noche tranquila.
No le llevó mucho tiempo forzar la cerradura, que se conservaba en un estado envidiable para no recibir mantenimiento. El pequeño chasquido que desprendió al ceder le hizo sonreír. Por fin, después de tantos, iba a ver el interior de la mansión.
Antes de darse cuenta, se encontró descalzo en mitad de la cocina. En su ensoñación, se había quitado zapatos y calcetines y los había dejado ordenados al lado de la puerta. No se extrañó y dio las gracias por haberlo hecho. El tacto del suelo era suave y cálido, a pesar del fresco de la noche primaveral.
Salió de la cocina y se paseó por la planta baja. Prestó atención y disfrutó de cada uno de los crujidos que, bajo su peso, emitía el suelo de madera ya gastada. No necesitó encender su linterna, la claridad de la luna fue suficiente. Tampoco desató los nudos de su bolsa, lo único que hizo fue dejarse llevar de una estancia a otra imaginando el aspecto que habría tenido aquella casa en todo su esplendor. Cenas, recepciones, bailes, cócteles… Por allí habían paseado cientos de invitados increíbles asistiendo a los mejores eventos de su época.
Al llegar al gran salón, en el que supuso que se realizarían todas aquellas actividades, dejó que sus piernas danzasen al ritmo de una música que solo él podía escuchar. Hasta que algo rompió su concentración, cuando una de sus piruetas lo llevó a acercarse al hall de acceso a la planta superior. Un sonido distante que hizo que aquella música imaginaria se desvaneciera. El sonido de lo que parecía ser un reloj de péndulo de gran tamaño.
Miró a su alrededor y solo pudo ver tapices descoloridos, cortinas desgarradas y algunos muebles roídos por el tiempo. El lento tictac del reloj había roto la magia de aquel salón.
Por qué un reloj de ese estaba en la planta de los dormitorios y no en el salón o el hall, era un misterio. Pero el verdadero enigma era por qué seguía funcionando después de años de abandono. Nadie, ni él, ni sus compañeros de profesión, ni los ancianos a los que oía contar historias fantásticas sobre la casa, habían visto a nadie dentro de aquellos muros en décadas. La maleza del jardín y la densa capa de polvo que lo cubría todo confirmaban aquellas historias. Ningún mecanismo sobrevivía al paso de ese tiempo. No solo porque eran máquinas complejas que necesitaban de unos cuidados especiales, sino porque alguien tenía que ajustar los contrapesos para que el reloj no se parase.
Con la curiosidad desbordándole cada milímetro de la piel, subió las escaleras. La fuerza de la costumbre le hizo ascender con cautela, evitando las tablas que parecían más sueltas y apoyando el peso despacio para que no crujieran.
Cuando llegó al largo pasillo en el que desembocaban todas las habitaciones avanzó con los ojos desorbitados por el asombro. Todas estaban abiertas y cada una de ellas era como una ventana abierta a otro tiempo. Las camas hechas, los galanes de alcoba cubiertos con ropas en absoluto raídas por el tiempo…, todo enmarcado por la luz de la luna y acunado por el sonido mágico de aquel reloj.
Quería entrar en cada cuarto, husmear entre las pertenencias de aquellas personas y empaparse del sabor añejo de unas ropas tan antiguas. Pero el reloj lo llamaba insistente. Cuanto más se acercaba al final del pasillo, más fuerte era su música. Su incansable cadencia lo atraía hacia la habitación principal.
A diferencia del resto, esa última puerta permanecía cerrada. Al otro lado, el sonido del péndulo pareció crecer. Grave y solemne, tenía que pertenecer al reloj de pie más grande que hubiera visto nunca. Probó el pomo de la puerta y este giró sin oponer resistencia. Su corazón se aceleró. Allí, en el extremo opuesto de la habitación, iluminado por la pálida luz de la luna, estaba el reloj. Un reloj precioso de caoba, más alto que su propio cuerpo y más antiguo que la propia mansión. Su péndulo de bronce bruñido oscilaba en perfecta armonía con su corazón.
Tic. Pum pum.
Tac. Pum pum.
Tic. Pum pum.
Tac. Pum pum.
Avanzó hasta situarse justo delante de, sin ser consciente de nada más que del sonido. Se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, fascinado por aquella obra magistral de la ingeniería y el arte de los relojeros y ebanistas que lo habían construido.
Durante minutos, quizá horas, contempló el movimiento oscilante del péndulo.
Hasta que el reloj dejó de sonar.
Nada se volvió a saber de aquel chico.
Hay quien piensa que encontró una fortuna y dejó los bajos fondos de la ciudad. Otros creen que nunca llegó a entrar, asustado por las leyendas, y prefirió mudarse lejos de allí. Incluso hay quien piensa que el chico nunca existió. Pero los más ancianos del lugar, aquellos con edad suficiente para haber visto a otros igual de hechizados por la casa, saben bien dónde está.
Porque ellos, aunque nadie les cree, conocen el motivo de que ese reloj de cuco siga sonando año tras año, década tras década.
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