Este relato, que forma parte de la antología La imaginación también muerde, dio lugar a una novela de corte policiaco de ciencia ficción que me sirvió para practicar estilos y voces narrativas.
Dicha novela, que duerme en un cajón, no verá la luz, como no deberían verla muchas primeras novelas. Convertir un pequeño relato en algo mucho más grande, tan ambicioso como es El asesino sin nombre, con la poca experiencia que tenía no es nada sencillo.
Quién sabe si en un futuro no muy lejano retomo el proyecto, lo corrijo, lo reescribo y lo publico.
El asesino sin nombre
Era una madrugada desapacible y oscura cuando el inspector Ray Simons recibió un aviso urgente en su teléfono móvil. Habían encontrado otro cadáver en las mismas circunstancias que los otros diecinueve y requerían su presencia en la escena del crimen. Un muerto más en la lista del Asesino Sin Nombre.
Antes de levantarse dedicó unos segundos a permanecer tumbado con la mirada fija en el techo. Se preguntó, como tantas otras madrugadas, cómo había llegado hasta ese punto. Ya hacía más de seis meses que el Asesino había comenzado a matar. Puntual como un reloj, siempre dejaba un cuerpo cada siete días exactos. Ni uno más, ni uno menos. Giró su cabeza para observar los dígitos del reloj de su mesilla, que marcaba las cuatro y media de la mañana.
«El muy cabrón ha madrugado demasiado esta vez».
Nunca transcurrían más de tres horas desde el fallecimiento de las víctimas hasta que alguien encontraba sus cuerpos. Pero, a pesar de esas dos constantes, no parecía haber un patrón determinado a la hora de deshacerse de los cadáveres, como tampoco parecía importarle que fueran lugares públicos o privados. Simplemente, había una persona en algún lugar de la ciudad que terminaba fijándose en ese alguien extraño que no se movía. Y siempre terminaba igual: una llamada a Ray, un cadáver más en la cuenta del Asesino Sin Nombre, ninguna pista y una violenta rueda de prensa.
Su obsesión con el ASN había perturbado lo que él consideraba normal o no dentro de una investigación.
—Demasiadas cosas han cambiado en tu vida por culpa de este cabrón desalmado —murmuró mientras se desperezaba.
Aunque era tan cierto como triste. Demasiadas cosas habían cambiado en su vida a raíz de esta investigación. Ya no salía casi de su despacho, dormía poco y mal, se alimentaba a partes iguales entre los sándwiches de máquina de su departamento y las grasientas hamburguesas del bar que había en su calle, y había empezado a beber. Era eso o volverse loco.
—¿Por eso te fuiste? —Dijo con amargura a la foto que tenía al lado de su despertador. Esta no respondió. Nunca lo hacía.
Se duchó, se preparó y trasladó todo su abatimiento del desastre de su apartamento al restaurante Silver Fork, en el hotel Ludlow. Al llegar, le pareció curioso que hubieran montado el dispositivo policial en el callejón de atrás en vez de por la puerta principal. «Seguro que intentan evitar que la prensa organice otra carnicería con nosotros…», pensó.
Antes de entrar por la puerta de servicio cogió el café que le ofrecía uno de los agentes. Sin darle un sorbo entró para estudiar la escena del crimen, igual que había hecho en los otros diecinueve escenarios.
La sala casi no estaba iluminada, como correspondía a un restaurante cerrado. Solo las luces que indicaban la salida y los expositores de comida estaban conectados. Calculó que en aquella habitación rectangular habría unas treinta mesas de distintos tamaños, preparadas para albergar unas noventa personas. No había mantelería ni cubiertos, y las sillas estaban colocadas con los asientos apoyados encima de la mesa. Habían retirado y limpiado todo el restaurante antes de que apareciera el cadáver. Lo anotó en su cuaderno.
En el extremo opuesto al que había utilizado para acceder, vio una de las grandes mesas circulares destinadas a familias o grupos grandes. De no ser porque ya le habían avisado de que ahí se encontraba el cuerpo, no se habría dado cuenta de que una de las sillas estaba situada en frente de la mesa en vez de encima. Faltaba luz y se encontraba a una distancia suficiente como para no poder verlo con claridad. Tomo nota de que tendría que preguntar al testigo cómo encontró el cuerpo, además de por qué estaba en un restaurante cerrado a esas horas de la noche.
«Aunque para lo que va a servir…», se dijo con sarcasmo.
Se acercó a la mesa en cuestión y pudo ver por primera vez el cuerpo de la víctima número veinte del Asesino Sin Nombre. Era un hombre de mediana edad, calculaba que mediría cerca de 1,80, quizá 1,83 y era de constitución atlética. No parecía demasiado musculoso, pero quedaba claro que estaba en muy buena forma física.
—Cada día buscas víctimas diferentes, ¿verdad cabrón? —farfulló—. ¿Te divierte cambiar de objetivo? ¿O solo quieres hacerme la vida más difícil?
Observó con amargura que tanto el equipo forense como su compañero le observaban desde una distancia prudencial sin atreverse a intervenir. Parecían un grupo de lobeznos esperando la orden de su madre para lanzarse a por un trozo de comida. Le rehuían. Aunque, a decir verdad, ya le daba igual, todo y todos le daban igual. Solo le importaba el Asesino, así que desterró a sus viejos amigos de su cabeza y se concentró otra vez en el cuerpo.
Bien vestido, camisa y jersey de buena marca. Los llevaba con tal pulcritud que dudaba de que fuera la ropa con la que salió esa mañana de casa. Y, como siempre, lo más desconcertante de todo: su cara. Relajada y tranquila, como si estuviera echando una cabezadita. Sin signos aparentes de violencia, ni de manipulación post mortem, ni de nada. Si no supiera lo que revelaría la autopsia, diría que sus funciones vitales habían dejado de trabajar al unísono por causas naturales.
Frank Hatton dejó el libro encima de la mesa y se recostó todavía más en el sillón. Esa era una de las pocas aficiones que aún conservaba: leer novelas policíacas. Las distracciones que no había absorbido el trabajo las había secuestrado su querida esposa.
Se levantó de la cómoda butaca y se desperezó hasta que notó un agradable chasquido en las vértebras que, por fin, volvían a su posición original. El reloj de la pared todavía marcaba las 5:50 de la mañana.
—Vaya manera que tienes de empezar tus días libres, ¿eh Frank? —se dijo mientras caminaba hacia a la cocina para prepararse un café bien cargado.
Pensó durante un instante en volver a la cama con su mujer y disfrutar de unos momentos de paz y tranquilidad antes de que ella se levantase. Sin embargo, su mente ya estaba trabajando a pleno rendimiento. Siempre le pasaba igual cuando se enfrascaba en una investigación. Daba igual que fuera ficticia o real, investigar era su heroína, su droga dura, a la que estaba enganchado sin posibilidad de redención.
—Maud, Maud, no sé cómo tienes paciencia para aguantarme —volvió a murmurar a la par que agarraba su taza, con el escudo de la NYPD, con ambas manos.
Cerró los ojos para disfrutar del delicioso aroma del café recién hecho y del agradable calor que transmitía, hasta que su teléfono empezó a emitir su desagradable sonido. Nadie llamaba a esas horas, nadie que no fueran ellos. El primer tono le dejó paralizado. Pensó que no podían llamarle a él en su día libre.
El segundo tono hizo que brotase de lo más profundo de su ser un torrente de ira y malestar que golpeó sus pulmones como algo físico. Se quedó sin aliento, con un enorme nudo oprimiéndole el estómago.
Al tercer tono descolgó, cabreado con todo el departamento por llamarle aquel día. Pero, sobre todo, odiándose a sí mismo por haber contestado aquella llamada.
—Frank al habla —se maravilló de no haber dicho lo que realmente quería decir.
—Sargento Haton, soy el capitán Johnson —contestó una voz profunda—. Sé que no está usted de servicio, pero tenemos un caso muy… un caso que nadie sabe por dónde coger. No le llamaría si no fuera estrictamente necesario. Tengo entendido que es usted nuestro mejor investigador, sargento. ¿Puede ayudarnos?
Frank se odiaría el resto de sus días por haber tragado el anzuelo. Sin embargo, ese era un caramelo que nadie podría rechazar, ¿que policía en su sano juicio rechazaba una petición que su capitán acompañaba de un halago semejante?
—Por supuesto capitán, ¿dónde voy?
—Necesito que venga de inmediato al hotel Ludlow, al restaurante Silver Fork —respondió—. Y entre por la puerta de atrás.
Colgó sin decir nada más, dejando a Frank con el teléfono todavía pegado a la oreja, las cejas levantadas, la boca abierta y un pensamiento perturbador rondando por su cabeza: ¿podía el Asesino Sin Nombre ser real?
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