Amaneceres peligrosos
Las densas nubes oscurecen la colina creando la sensación de que todavía no ha amanecido. De no ser porque mi vieja y estropeada UGC marca las seis y media de la mañana hubiera pensado que así era. Cierro tras de mí la pequeña compuerta de mantenimiento y contemplo la desolada escena que tengo ante mis ojos. Mi entrenada vista se pone en marcha, buscando cualquier indicio de los lugares donde haya podido caer algo de valor y tomando buena nota de aquellas zonas cubiertas por el manto azul de los residuos iónicos.
Hoy el Yermo tiene un aspecto más desolador que de costumbre. Rayos blanquiazules cruzan el cielo, iluminando con su luz el desierto que se despliega frente a mi. Una superficie gris y desolada cubierta por un manto de polvo, chatarra y fragmentos carcomidos de una era anterior a nosotros.
Los rayos siguen impactando contra el suelo levantando nubes de polvo y tierra, a pesar de que lo peor de la tormenta ya ha pasado. El sonido del viento es tan fuerte que no puedo escuchar la respuesta de la tierra. Los truenos sólo son perceptibles por el leve temblor que generan.
No comprendo cómo es posible que todavía sobreviva parte de la estructura bajo la cual vivimos.
Zábula Nona se erige sobre los escombros de una antigua fábrica de cemento. Las estructuras de metal que antes servían para procesar los materiales que llegaban desde las montañas del sur están ahora retorcidas y calcinadas.
Somos el bastión humano conocido más cercano a una zona muerta, mucho es que todavía quede algo que mirar.
De la enorme cinta transportadora de la fábrica ya no queda nada. Ni siquiera las vigas metálicas que soportaron su estructura han podido sobrevivir al saqueo de los primeros zabulanos. Varias generaciones antes de que yo naciera los colonos originales utilizaron sus piezas para fabricar un sistema de transporte en el interior de la propia colonia. El resto de la maquinaria que todavía funcionaba tras el Colapso también quedó desmantelada. Cualquier pieza de metal es bienvenida en el interior, ya sea por su utilidad práctica (como las trituradoras de piedra o las pequeñas excavadoras Bobcat), o por la gran cantidad de piezas de repuesto que se pueden obtener de ellas.
Aunque sólo sea por fundir el metal y fabricar herramientas, armas y armaduras, los zabulanos no hemos dejado más que un carcomido esqueleto de lo que antes fuera un gran edificio. Aquí todo sirve para algo.
Muchos de los colonos fundadores perdieron la vida recuperando esos mismos materiales que ahora nos sustentan en una época en la que la radiación era todavía demasiado fuerte. Sin su sacrificio las colonias Zábula no existirían. Nosotros no existiríamos. La propia Nona no sería más que una ruina calcinada.
Fueron héroes silenciosos cuyos cuerpos marchitos por la ionización no fueron devueltos nunca a su hogar. El riesgo de contaminación radioactiva era demasiado elevado. Así que todavía nos encontramos con restos de sus huesos en los lugares más profundos de la antigua fábrica, allí donde fueron a buscar una muerte más honorable que la de ser despedazado por alguna de las bestias del exterior.
Gracias a los esfuerzos de aquellos hombres Nona fue una de las colonias más pobladas. Sus esfuerzos por acondicionar la gigantesca red de cámaras y túneles que se conservaron debajo de aquella masa informe de metal y roca que era nuestra fábrica permitieron a los primeros nonanos sobrevivir y prosperar. Gracias a que los antiguos almacenes y parte de la vieja mina fueron construidos en duro hormigón reforzado, y a la indirecta ayuda de la enorme pila de escombros de encima, casi todo el interior resistió al embate de lo peor de las explosiones y las lluvias radioactivas que siguieron al Colapso. Su cercanía con uno de los cráteres nucleares más grandes de la zona supuso un problema durante los primeros setenta y cinco años, aunque poco a poco los efectos más graves de la radiación remitieron y los mecanismos de purificación mejoraron lo suficiente como para ampliar la habitabilidad de casi todas las salas interiores.
Ahora, trescientos años después, tenemos más agua potable y comida de la que podemos consumir. ¿Cómo? A base de invertir varias generaciones y muchas vidas en la preparación y acondicionamiento de los silos de cemento. Se limpiaron y aislaron los interiores, se forraron las capas exteriores con plomo, se instalaron unos avanzados purificadores junto con enormes embudos que capturaban el agua de lluvia y se construyeron sistemas de canalización subterránea que la distribuyen a lo largo y ancho de la colonia. Esos silos nos convirtieron en los agricultores de Zábula. -En los propietarios de los mayores campos de cultivo hidropónico de las colonias del este. Así que es gracias a nosotros que el resto de colonos puede alimentarse, aunque sea a base de tubérculos y algas.
Yo no quiero dedicarme a cultivar estos apestosos jardines. Mientras pueda seguiré evitando todas las rotaciones agrícolas obligatorias que pueda. Aunque tenga que limpiar retretes el resto de mi vida. Porque mis sueños están muy lejos de remover heces y plantar tubérculos. Quiero viajar, quiero luchar contra los cuervos y quiero hacerme rico. Quiero que Shack sea un nombre pronunciado con respeto y temor.
Algún día visitaré la república de Abraxas, en el norte, y conseguiré una reputación que pueda demostrarles a todos los zabulanos que soy más de lo que creen. Algún día me iré de Zábula y cuando vuelva todos querrán que proteja su colonia.
Algún día…
Para conseguirlo necesito créditos. Muchísimos créditos. Sin ellos no puedo comprar siquiera el equipo básico que necesito para acompañar a una caravana en su trayecto más corto, de Nona a Octavia: un traje de impacto, un equipo sellado de blindaje y un arma.
Incluso las versiones de peor calidad son raras de ver por Zábula. ¡Y a qué precio! Ningún nonano que conozca puede permitirse algo así y los que pueden prefieren invertir en más salas de cultivo o en secciones más grandes para su familia. Son agricultores y recolectores pacíficos que no quieren… bla bla bla bla. Siempre recitan el mismo cuento cuando se les pregunta. Son todos unos cobardes que prefieren vivir aburridos entre los mismos muros a salir y conocer el mundo exterior.
Saldré de aquí cueste lo que cueste, aunque tenga que pasar veinte años exponiendo mi vida en el yermo todos y cada uno de los días.
Ahora que ya tengo una máscara vital con suficiente autonomía solo necesito reunir un buen puñado créditos para poder comprar un visor con lentes intensificadoras. Con él todo será mucho más fácil. Ni siquiera necesito algo demasiado ostentoso. No me hace falta la visión espectrográfica ni un software de control demasiado elaborado. Tan solo quiero poder aumentar mi radio de alcance y marcar objetos de interés sin tener que parar de correr. Sin saber qué voy a encontrar no me puedo arriesgar a alejarme más de dos mil metros de la colonia. Morir sin recompensa es una tontería.
Sacudo la cabeza con fuerza. Llevo demasiado tiempo mirando alrededor sin ver nada y el tiempo de los purificadores de aire se agota lenta pero inevitablemente. Sé que solo estoy intentando prolongar la decisión de salir hacia el bosque del suroeste. Los objetos de mayor valor están allí. Pero si están allí es por una buena razón: porque nadie se atreve a entrar a recuperarlos.
El bosque es la barrera que nos separa de la zona muerta. Del cráter. Ese lugar donde antes se levantaba una de las ciudades de los Antiguos. Los árboles nos protegen de manera natural contra la radiación que emana de allí y también sirve para aislar a las tres colonias más occidentales de la región Zábula de la mayor parte de sus efectos. A nosotros y a nuestras hermanas, Décima y Octavia.
Si la información que me han dado los del puesto de observación es correcta, la tormenta procedía de aquella región. Eso implica que los vientos huracanados atravesaron la zona muerta para luego internarse en el bosque y pasar por encima de ellos. Por lo que las riquezas arrastradas estarán allí. Además, en estas condiciones de viento y rayos explorar la llanura es demasiado arriesgado. O al menos casi tanto como entrar en el bosque.
«Bueno Shack, ¿preparado para morir hoy? —Pregunto al viento—. Por lo menos Leisha presentará sus respetos a mi cadáver si lo hago».
Con la imagen mental de una Leisha desnuda y rendida ante los tesoros de mi recuperación salto desde la parte superior de la estructura de metal donde desemboca el pasadizo de mantenimiento y salgo corriendo en zigzag contra el viento en dirección al bosque. Nunca conviene quedarse quieto y sin resguardo. Por muchas partidas de caza y guardias que tengamos siempre hay algo dispuesto a colarse en el recinto y alimentarse de ti. Sea humano o no.
Tan rápido como consigo llegar hasta la linde del bosque me sumerjo en su interior, dejando a mi espalda la visibilidad que ofrece el terreno abierto. Allí el viento es más soportable. La constante lluvia de agua y polvo queda atrapada por los altos y deformes árboles. Su crecimiento caótico y desmesurado me sirven de paraguas natural.
La anchura media de estos troncos es tal que ni siquiera dos hombres como yo podríamos rodearlos. El interior de este bosque parece diseñado por un esquizofrénico. Árboles que crecen dentro de otros árboles con sus muertos troncos esparcidos por el suelo. Otros están erguidos con precariedad y parecen a punto de venirse abajo. La mayoría de los que parecen más vivos se enroscan entre sí creando formas tan retorcidas como increíbles. Y todo aderezado por unas zarzas enredaderas del grosor de mi antebrazo.
La cantidad y densidad de troncos y zarzas crece a cada paso que doy. El espacio que dejan para que alguien como yo pueda pasar es muy limitado. Sobre todo teniendo que llevar este traje SFOD que no me deja moverme con libertad.
El aspecto enfermizo de los árboles aumenta conforme más me interno en el bosque. Cuanto más vivos y crecidos están más perturbadora es su visión. El artista esquizoide que ha utilizado este bosque como lienzo de pruebas para sus locuras parece que, además de loco, tiene Parkinson y sólo dos botes de pintura.
Todo aquí es gris. Distintas tonalidades de un mismo y aburrido color. Y aunque sé que es mentira, todo lo que me rodea parece estar muerto. Las cortezas de los árboles son tan oscuras como las salas hidropónicas en su ciclo nocturno. Su color es tan oscuro que, de no ser por el veteado más claro que las surca, parecería que estoy mirando a la nada más absoluta. Sus ramas se enredan unas con otras haciendo que la matriz que antes me protegía del viento ahora no me deje ver la luz del día. La mayoría de ellas ni siquiera tiene hojas, sino largas y afiladas agujas.
Paso la mano enguantada por encima del tronco más cercano. Una gruesa capa de color gris se desprende con facilidad, pegándose a mi mano en el proces, dejando a la vista un sucio y lechoso interior. Es tan viscosa que tengo que restregarla con fuerza en una de las rocas que me rodean para despegarla de mi traje.
Aunque los árboles no son lo más inquietante de este lugar. La sensación que noto en mis pies cuando mi bota se hunde unos centímetros enesa asquerosa sustancia que cubre el verdadero suelo es repugnante. Una pasta de tonalidades blancas y grises cubre mis botas por completo. Parece que nada ni nadie ha pasado por donde yo estoy ahora desde hace décadas.
No quiero pensar en qué es lo que ha hecho falta para formar este manto de desperdicios.
Nada parece tener utilidad hasta donde me alcanza la vista. Desde que he entrado aquí sólo he visto pequeños fragmentos de metal y plástico que sobresalen de esta costra de destrucción. Nada digno de llamar mi atención. Hoy no he salido para recuperar material que vender al peso. No sólo porque no podría transportarlo de vuelta, sino porque no sé si me darían un sólo crédito por esta basura corrupta.
Una explosión resuena muy por delante de mi posición. La tormenta de iones sigue descargando su ira contra el suelo, recordándome dónde estoy y el peligro que corro. Así que dejo de perder el tiempo y acelero el paso, introduciéndome aun más en el bosque.
«De perdidos al pozo».
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Cuando llevo varios cientos de metros caminando en la misma dirección me detengo. En medio de ese mar de suciedad y desperdicios que me rodea hay un objeto que sobresale y llama mi atención. Su forma no se asemeja en nada a lo que he visto hasta ahora.
Parece una rama cuya corteza destaca como una hoguera en medio de la noche. Dos pequeñas ramas blanquecinas y retorcidas sobresalen de una estructura central de color verde oscuro, algo que llama la atención en medio de este océano de tonalidades grises. Su anchura no es mucho mayor que la de mi dedo pulgar y ambas parecen partidas justo en el punto en el que se unen. Enciendo una pequeña linterna sorda y me arrodillo para examinarlo.
A pesar de tantos años viendo las atrocidades que puede causar el Yermo no puedo evitar que un escalofrío me recorra la espalda. Tengo ante mis ojos un fragmento de una armadura de combate. Del antebrazo derecho para ser exactos. Los dos núcleos que he tomado por ramas son en realidad los huesos del brazo que todavía está en el interior. Ambos están enroscados entre sí de una forma antinatural.
Hubo algo o alguien que arrancó el brazo de su dueño mientras giraba sobre sí mismo. La fuerza ejercida tuvo que ser impresionante para destrozar una cubierta reforzada como la de una armadura como esa. Se supone que son capaces de resistir los disparos de un cargador completo de balas normales.
Toco los huesos y ninguno de ellos se deshace entre mis dedos. Está claro que no forma parte de ninguna de las víctimas del Colapso. Si así fuera no quedarían restos orgánicos en el interior de la armadura. Quizá ni siquiera quedase armadura.
Un crujido cercano seguido por un estruendo sacude el suelo con fuerza. Los árboles vuelcan sobre mí una cantidad nada desdeñable de ese viscoso polvo que cubre sus troncos.
«Tengo que darme prisa».
Desentierro el resto sacando a la superficie el resto de la mano. Mi repulsión inicial se convierte en auténtica sorpresa. Salvo por las marcas de dientes en torno a la protección del antebrazo y la rotura en los servos de unión del codo, tengo ante mí la parte intacta de una armadura de combate modelo TALOS. Su blindaje de twaron reforzado hace que, además de soportar una salva completa, puedas disparar un rifle de plasma en el mismo lugar sin que su portador sufra daños. Una pequeña fortuna en forma de brazo.
—¡Soy rico! —el grito queda amortiguado por mi máscara vital, aunque resuena a mi alrededor con más fuerza de la que pretendía.
Sin perder más tiempo en examinar mi botín guardo la pieza y su contenido óseo en la bolsa que llevo y sigo explorando los alrededores.
Además de la posibilidad de encontrar el resto de la armadura, un soldado protegido por ella debería portar también un arma. Encontrarla sería el fin de mis problemas económicos. Aunque las explosiones suenan cada vez más cerca y son más regulares que antes.
La prudencia no es buena amiga de la ambición así que hago caso omiso del tiempo y me pongo a remover el suelo con las manos.
Mi corazón late con fuerza cuando encuentro una célula de energía a pocos metros del brazo. Parece la munición de un rifle de pulsos. Uno de los buenos.
Los impactos de los rayos siguen sacudiendo el suelo a mi alrededor mientras busco de manera frenética el arma. Ahora soy yo el que hace más ruido que esas explosiones. Encontrar ese arma sería…
Embarrado y apoyado sobre manos y pies, otro crujido a mi derecha precede la explosión de otro rayo. Freno en seco. Despacio y con cuidado me incorporo y giro la cabeza en dirección al crujido. No veo nada. Sólo árboles retorcidos y ese sempiterno detritus. Me concentro en escuchar lo poco que llega a mis oídos a través de la máscara. Viento y truenos es lo único que escucho. Ningún sonido fuera de lo normal.
«¿Merece la pena perder la vida por encontrar el arma? —Pienso intentando contener el sí que pugna por hacer que me quede—. Ya tengo algo que vale más créditos de los que he visto nunca juntos. Además, no parece que sea algo fruto de la tormenta. Si vuelvo mañana es probable que todo siga como lo he dejado».
Nadie sabe si hay criaturas que vivan dentro del bosque. En la linde no se han avistado nunca, pero nadie ha entrado nunca hasta lo más profundo. Nadie que haya sobrevivido. Sin embargo, el riesgo de permanecer tanto tiempo en un mismo sitio siempre facilita la tarea de captura de cualquier depredador.
«La ambición mató al recuperador —murmuro nervioso para mí—. Y yo no quiero morir hoy».
Cuando ya he tomado la decisión de volver una poderosa sensación de que alguien me observa atiborra mis sentidos. Las señales de alarma se convierten en auténtico miedo cuando me doy cuenta de mi situación. ¿Y si algo o alguien ha estado aprovechando las explosiones para acercarse a mí? Estoy solo a mucha distancia de la llanura, rodeado por un bosque del que nada sé y vigilado por algo que no se deja ver.
Otro crujido resuena a mi izquierda, seguido por otro más a mi derecha. Intento caminar despacio y tranquilo hacia el extremo del claro por el que he entrado. ¿Habrá lobos rojos en los bosques? No deberían ser capaces de moverse entre esos árboles pero…
Un profundo y corto gruñido me quita las preguntas de la cabeza. Estoy en problemas. Sea lo que sea el gruñido me indica que, por lo menos, debe de tener el tamaño de una aeromoto. Demasiado pequeño para ser un lobo rojo, aunque no encuentro alivio en ese descubrimiento.
Desenfundo mi aturdidor y selecciono el modo de máxima potencia. Sólo tendré ocho disparos sin recargar, nueve si tengo suerte y la batería sigue teniendo intacta su reserva de emergencia. Deberían ser suficientes para dos criaturas de ese tamaño.
Camino hacia atrás moviendo la cabeza de izquierda a derecha en busca de algún movimiento que me indique desde dónde me acechan. No puedo verlas. La densidad del bosque que rodea el claro es demasiado espesa. Sólo escucho los crujidos de sus pasos entre la maleza, coreados por los truenos de la cada vez más cercana segunda tormenta.
Ya no intentan esconderse.
Otra serie de gruñidos empieza a sonar delante mía. Ahora son tres las criaturas que me rodean. Mi suerte disminuye a marchas forzadas. Tres atacantes simultáneos hacen casi imposible que pueda salir de aquí de una pieza. Aunque todavía no está todo perdido
Calculo que tardaré quince minutos en llegar corriendo a la linde del bosque. Sumado a diez más para recorrer el kilómetro que la separa de los muros de la colonia. Aunque confío que, una vez salga al Yermo, las patrullas y los guardias de los puestos de observación me ayuden a llegar sano y salvo a la colonia. Eso si no desfallezco antes por el peso de mi traje. O si las criaturas son más rápidas que yo.
Al llegar al extremo del claro veo un gran tronco caído que me puede servir como parapeto. Mientras intento salvaguardarme tras él la criatura de mi derecha da un poderoso salto que la sitúa a escasos dos metros de mí. Ver a qué me enfrento hace que las manos me empiecen a temblar.
Su cuerpo es demasiado robusto, casi desproporcionado, para las delgadas y largas patas que lo sujetan. Tiene una enorme cabeza que llega a la altura de mi pecho. Está coronada por dos pequeños cuernos situados detrás de unas grandes orejas puntiagudas. Su largo pelaje de color gris blanquecino le cubre todo el cuerpo, haciendo más impresionante su ya de por sí enorme volumen. Me fijo en que unas largas garras sobresalen del pelaje de sus patas. Si son la mitad de afiladas de lo que parecen me destriparán de un solo golpe. Seguramente lo harán. A los cíbalos les gusta empezar por las vísceras.
Me observa inmóvil desde sus pequeños ojos negros. Un cíbalo no necesita ver, posee un sentido del oído aun más sensible que el del olfato. Y el tamaño de su hocico hace ver que este último está muy desarrollado.
Durante unos segundos no pasa nada. Apunto con el aturdidor hacia su enorme cabeza y la criatura no emite sonido alguno. ¿A qué estará esperando?
El sudor corre sin control dentro de mi traje. Pongo el dedo en el gatillo y me dispongo a apretarlo.
Un gruñido más grave y potente que los anteriores suena desde mi izquierda, a escasos centímetros de mi cara. El visor de mi máscara vital se empaña por el aliento de una cuarta criatura. El hedor de su aliento traspasa los filtros de aire y me llena la boca de un sabor putrefacto. El alfa del grupo ha esperado al momento justo para hacer su aparición.
Estoy muerto.
No me asusto por lo que está a punto de pasar. Tampoco por lo imbécil e imprudente que he sido. Ni siquiera pienso en el dolor o la muerte. Lo único que puedo pensar es en lo poco que ha faltado para conseguir impresionar a Leisha.
Y ahora voy a morir sin poder besarla.
Petrificado en la misma posición veo como los dos cíbalos que faltaban caminan con lentitud para reunirse con sus compañeros. Ya no tiene sentido que corran, me tienen a su merced.
Quito el dedo del gatillo. Disparar contra cuatro de ellos es absurdo. Bajo el arma y me limito a esperar que todo acabe rápido.
Las cuatro bestias comienzan entonces a gruñir al unísono. Cada vez más fuerte.
Una de ellas embiste contra mi. Me derriba y me quita el aliento. Noto cómo ha desgarrado la única protección que tengo frente a los altos niveles de radiación del bosque. Abro los ojos y me enfrento al demoníaco rostro del cíbalo que tengo encima. Su saliva gotea a través de unos amarillentos colmillos justo encima de mi visor, sus garras se clavan entre mis costillas y la consciencia pugna por escapar de mi.
Intento apuntar el arma desesperado contra el vientre del animal. A esa distancia debería poder matarlo y utilizar su cuerpo como protección para disparar al resto. Pero las fuerzas se escapan de mí al ritmo que el ponzoñoso aire del bosque entra a través de los agujeros de mi traje. El arma cae al suelo y con ella mis esperanzas de salir de aquí con vida.
Lucho por desembarazarme de la pesada criatura que me oprime el pecho. Es inútil, los sellos del traje están rotos y mis fuerzas exhaustas. Me rindo a la evidencia de una muerte segura y cierro los ojos a la espera del golpe final.
Algo resuena entre los matorrales a mi derecha y hace que el cíbalo pierda interés en mí y se de la vuelta en dirección a sus compañeros.
Tan rápido que mi cerebro no es capaz de procesarlo escucho el silbido de algo pasando a toda velocidad a mi lado. Le siguen dos sordos impactos y dos gemidos lastimeros. Una pausa y un tercer impacto resuena junto a mí.
Abro los ojos y veo cómo el alfa aúlla con fuerza e intenta huir al interior del bosque. Un fogonazo seguido del ruido de su carne al crepitar inunda mis oídos antes de que a mi nariz le llegue el hedor de la carne quemada. Una negra figura se ciernen sobre mí mientras escucho la caída del cuerpo del alfa. La luz carmesí que brota de su visor y el extraño sello que cubre su casco son lo último que veo antes de perder el sentido.
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Me desmayo sin saber si podré despertar. Pensando en que nuestra colonia no posee los recursos necesarios para reparar mi preciado traje. Menos aun la tecnología necesaria para eliminar tanta radiación de mi organismo.
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