–¿Que quién soy yo? La verdad, me parece que es una pregunta mal planteada. La verdadera cuestión, la esencia, la clave de todo esto estaría en preguntar quién fui y quién soy. Y en este instante lo que soy no tiene importancia. O más bien, no la tiene si no conociste a mi yo anterior. Así que será mejor que empecemos por el principio.
–¿Te das cuenta de la grave situación en la que te encuentras? ¿Crees que esto es un juego?
–Todo es un juego, vuestro problema es que no lo veis. Y tú eres una de las piezas más insignificantes de este tablero. Sólo eres el transportista. Ni siquiera sabes qué es lo que estás transportando.
–Cuando lleguemos al lugar que tengo que llevarte te van a borrar esa estúpida sonrisa de la cara. Yo mismo te voy a…
–¿Te importa si fumo? Bah, quiero fumar, así que voy a fumar. Y mientras fumo voy a contarte algo que deberás guardar bien profundo en tu mente, porque no lo voy a repetir jamás –sentenció–. Además, todavía nos queda mucho tiempo hasta que lleguemos.
El Círculo Negro – Primera Parte
–¿Y a mí qué coño me importa? ¿Quién te has creído que eres, mocoso de mierda? –Una sombra de duda cruzó su cara–. ¿Cómo cojones sabes a dónde vamos?
Él no se digno a contestar aquellas absurdas preguntas. Ni siquiera las escuchó. Estaba concentrado en recordar. En recordar quién era. En recordar quién había sido. Ya no era Dave Oxley, porque Dave Oxley había muerto, Dave Oxley ya no existía.
Sin embargo todavía quedaba lo suficiente de Dave dentro de su nuevo yo como para ser capaz de recordar su historia. Para recordar las primeras vacaciones de verano universitarias con sus amigos. Para recordar la primera vez que…
Por fin volvía a tener un verano disponible para mí. Un verano para disfrutar, relajarme, beber y pasármelo bien con los de siempre. El grupo se había reducido bastante desde que terminamos el instituto, y a mí ya empezaban a considerarme una baja más. Hasta aquel año.
Durante cuatro cursos había tenido que trabajar y estudiar en verano para poder complementar mi beca e intentar mejorar mi expediente para solicitar una beca completa. Este año, por fin la había conseguido. Y por primera vez en tantos años, podía permitirme ir con todos mis amigos a un pequeño pueblo escondido muy al norte de la Columbia Británica al que tanto les gustaba ir en vacaciones, en el territorio del Yukon.
Alquilamos una furgoneta entre los cinco, aunque sólo tres teníamos carné de conducir y edad legal para hacerlo en nuestro país vecino. Así que Dina y Shon pudieron disfrutar de un tranquilo viaje de miles de kilómetros mientras Sammy, Alan y yo nos turnábamos para conducir y descansar.
El ambiente era de una excitación increíble. Al principio pensé que se debía simplemente al hecho de irnos de vacaciones, pero poco a poco fui descubriendo que era la idea de volver a aquel lugar lo que les entusiasmaba tanto. Varias veces les pregunté qué era lo que tenía aquel remoto pueblucho para despertar en ellos tanto revuelo, aunque sin éxito. La respuesta que me daban era siempre la misma, aunque pronunciada cada vez por unos labios distintos.
–Ya lo verás Dave, no es algo que te podamos contar. Tienes que vivirlo.
Cuando, mosqueado, empecé a escrutar a mis viejos amigos, me di cuenta de que realmente debían de llevar mucho tiempo deseando poder volver allí. Estaban muy nerviosos, sonreían sin darse cuenta con la mirada perdida en el infinito, como si escuchasen la música de algún recuerdo que sólo ellos podían ver. Y estaban bastante pálidos y ojerosos. Ninguno de ellos parecía haber dormido más que unas pocas horas en las últimas semanas.
De hecho, yo parecía ser el único que aprovechaba los descansos como chófer para dormir algo. Entre ellos parecía haber algo que les impedía cerrar los ojos. Como si estuvieran totalmente drogados. Aunque, la verdad sea dicha, algunos lo estaban.
Al final terminé por contagiarme de su entusiasmo. Era difícil no hacerlo. La conversación no parecía decaer nunca, sus chistes y sus anécdotas del resto de los veranos no dejaban de sorprenderme y hacerme reír. Y eso que no terminaba de entender la mitad de esas bromas, ni la mayoría de los extraños recuerdos producto del alcohol que les hacían carcajearse. Pero mi risa se unió a las suyas igualmente, e incluso sonó como la que más.
Después de más de treinta horas de conducción, veinte de las cuales fueron por terribles carreteras perdidas por las inmensidades boscosas del norte de Canadá, por fin llegamos a Dominion. Un pequeño pueblo a las orillas del lago Damian. Y cuando digo pequeño, es pequeño de verdad. Allí no vivirían ni cien personas. Sólo tenía un par de locales comerciales, un supermercado, un bar y una iglesia. No era sólo el hecho de haber llegado con la caída del sol, sino que todos los edificios tenían un aspecto polvoriento y descuidado.
Mi decepción al ver aquellas destartaladas y escasas construcciones fue tan profunda que Sammy no tardó en darse cuenta. Justo antes de que el resto bajase del coche me brindó su apoyo a través de unas palabras amables.
–Dave, esto no es más que la punta del iceberg. Es la mascarada que cubre lo verdaderamente maravilloso que encierra este pueblo, ya lo verás. Te lo prometo.
Y así, sin venir a cuento, me besó. Fue tan fugaz que casi pensé que no había sucedido, aunque la lascivia de su mirada y el guiño con el que me obsequió no dejaron lugar a dudas. Fue extraño, pero no fue lo más extraño de aquel primer día.
Cuando bajamos del coche no se veía un solo alma en aquella polvorienta calle que, por cierto, parecía ser la única del poblado. Sin embargo, ocurrió algo increíble. No sé si fue mi cansada imaginación la que me jugó una mala pasada pero…
Mis cuatro amigos, ya fuera de la furgoneta, se situaron en la parte delantera, de espaldas al capó y adoptaron la misma postura. Piernas separadas a la altura de los hombros, brazos cruzados por delante del pecho y una postura relajada. Los cuatro cerraron los ojos y comenzaron a respirar profundamente, como si estuvieran esperando algo, concentrados en escuchar algo inaudible para mi a su alrededor. No me dio tiempo a abrir la boca para preguntar nada, porque de todas las casas del pueblo empezaron a surgir sus habitantes. Al principio recelosos, no tardaron en animarse conforme más y más de ellos se juntaban para recibir a los visitantes.
¡Y menuda recepción! Era increíble como todos parecían estar encantados con la aparición de los cuatro americanos. Digo cuatro y no cinco, porque yo parecía ser transparente para los moradores de aquel lugar y para mis amigos. Sólo Alan pareció darse cuenta de que existía, aunque fuera para decirme que les diera las llaves de la furgoneta, que ellos se encargarían de llevar todo a nuestra casa. Aunque aquello era algo muy extraño, acepté, y le tendí el llavero a un lugareño cuya efusividad parecía tan excesiva como forzada.
Me dio mala espina, así que empecé a observar a aquellas personas con más detenimiento. Todos ellos parecían extasiados alrededor de mis amigos. De hecho la mayoría de ellos los miraban con auténtico fervor. Sin embargo había unos pocos cuyos rostros eran más bien una fachada mal construida de sonrisas y alegría. Sus ojos les delataban. Sentí la urgente necesidad de alejarme de allí. El ambiente estaba enrarecido, la gente estaba enaltecida y tanta hipocresía me estaba dando ganas de vomitar.
Aproveché para echar un vistazo alrededor. Dejé que mis amigos se deleitasen con la excesiva atención de esa gente mientras caminaban hacia lo que parecía ser el bar, y me dediqué a asomar la cabeza por las puertas abiertas del resto de las casas.
A pesar de los destartalados postigos de madera reforzados con barras de hierro que tenían, de las sucias fachadas y los, en apariencia, desvencijados tejados, eran mucho más luminosas y cuidadas por dentro. Ese marcado contraste junto con las rejas protectora entre la ventana y el postigo que la mayoría de las casas tenían instalados hacían que te preguntases qué pasaba en aquel lugar. ¿Protección contra los osos? ¿Contra lobos? ¿O sería contra bandas de delincuentes? No lo se, pero las puertas principales también estaban paranoicamente reforzadas, incluso para un perdido pueblo del norte de Canadá. Por si fuera poco, y para reforzar las descabelladas teorías que se empezaban a formar en mi imaginación, todas esas casas parecían tener generadores de electricidad independientes y potentes focos de luz blanca que iluminaban las estancias interiores. Mientras que el exterior permanecía con unas escasas farolas que apenas alumbraban poco y mal unos metros a su alrededor.
De repente, algo salió corriendo de una de las casas de mi izquierda, atravesó la calle y se metió en la que tenía a mi derecha. Asegurándome de que nadie me vigilaba, mi curiosidad venció la batalla a mi prudencia y decidí asomarme por el marco de la puerta de aquella vivienda. Al hacerlo pude ver a un par de críos de diez o doce años. Estaban aterrados y se abrazaban con toda la fuerza que parecían capaces de reunir. ¿De qué tendrían miedo?
Levanté ambas manos en un intento de demostrarles que no tenían nada que temer de mí, y comencé a hablar, sin saber muy bien cómo tranquilizarles. Como si aquello hubiera hecho de alarma para mis amigos, Shon apareció por detrás, me agarró por los hombros y me puso una cerveza fría en la mano. Desconcertado, intenté preguntarle sobre qué pasaba en aquel lugar, pero antes de que pudiera decir nada me guiñó un ojo y me empujó hacia el bar. Algo no estaba bien por allí, aunque no tenía la más mínima idea de qué.
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A partir de ahí mis recuerdos de aquel día están tan borrosos que apenas puedo decir si conseguí levantarme yo mismo del suelo del bar o alguien tuvo que llevarme a rastras hasta la gran casa en la que nos alojamos.
Cuando desperté ya era por la tarde del día siguiente y tenía una de las peores resacas que he sufrido en mi vida. Notaba cómo algún diminuto ser se estaba entreteniendo con un martillo el interior de mi cráneo, mientras una manada de erizos clavaban sus púas dentro de mi cerebro y una tempestad se desataba en el interior de mi estómago. No podía moverme ni abrir los ojos sin sufrir tremendos dolores, así que me quedé allí tendido sudando y a la espera de que el tiempo mejorase mi patético estado.
Gracias a eso pude escuchar un trozo de la conversación de mis amigos. Cosa sorprendente, teniendo en cuenta que todos habíamos bebido hasta perder el sentido. ¿Por qué ellos parecían no tener ningún tipo de resaca? Les podía oír con claridad trajinando en la cocina y el salón mientras charlaban a voz en grito.
–Lo de ayer fue bestial –estaba diciendo Alan. Pude escuchar la risa de Dina como respuesta y la aguda voz de Sammy respondiendo.
–Sí, es una pena que Dave tenga tan poco aguante, si no hubiéramos podido hacerlo todo ayer.
–Tienes razón, pero ten en cuenta que para ser normal, aguantó como un jabato –dijo Shon con algo de respeto en la voz.
–¿Lo hacemos hoy entonces? –Preguntó Alan.
–Será si conseguimos que resucite –dijo Dina entre risas–. Necesitaríamos algo muy potente para ponerle hoy en pie.
Todos soltaron una carcajada ante aquel comentario. Menudos idiotas, riéndose así de su pobre y desgraciado amigo. Decidí que aquel era un momento igual de malo que cualquiera para moverme de la cama. Así que me arrastré hasta la planta baja, sin preocuparme por estar en calzoncillos ni por el horrible aspecto que debía de tener mi cara.
–Chicos, llevadme donde queráis –balbuceé–. Pero por favor, dejad de gritar.
Sus carcajadas no fueron lo peor de aquel momento, sino sus constantes palmeos en mi espalda y sus muestras de exaltación de nuestra amistad. No sabía qué era acababa de hacer, pero todos parecían satisfechos y contentos conmigo. Así que me dejé llevar.
No puedo decir lo que pasó durante las siguientes horas. Sólo sé que me duché, comí, dormí y me desperté en un pequeño prado al lado del lago, en la linde del gran bosque del norte y al lado de una enorme y antigua mansión de estilo victoriano.
A pesar de que el sol todavía estaba bastante alto, sus rayos no conseguían penetrar las oscuras cortinas que parecían cubrir las ventanas de aquella casona. Su aspecto era bastante inquietante, y más aun cuando me di cuenta de que la negrura de las paredes no se debía al tiempo o a la pintura. Aquella mansión había sido quemada y solo un milagro parecía mantenerla en pie.
–Chicos –volví a balbucear sin que ninguno de ellos me hiciera caso–. ¡Chicos!
–¡Hey! Mira quien ha vuelto desde los brazos de Morfeo –dijo Dina abrazándose a mi cuello–. ¿Vuelves a ser persona?
–Sí –respondí–. O al menos todo lo persona que puedo ser.
–Venga Dina, déjalo tranquilo, luego tendrás tiempo para jugar con él –dijo Alan–. Tenemos poco tiempo para que pase la prueba.
¿Prueba? ¿Yo tenía que pasar una prueba? ¿De qué narices estaba hablando? Vi cómo Shon y Sammy volvían de fuera donde fuese que estuvieran y se acercaban a la hoguera en torno a la que me habían dejado dormir.
–Ya estamos todos –dijo Shon–. ¿Es la hora Alan?
–Sí. Dave, como no has venido los últimos cuatro años por aquí, vas a tener que sufrir una novatada. Va a ser el impuesto revolucionario por todas las juergas veraniegas que te has perdido –dijo guiñándoles el ojo a los demás.
–¿Estáis de broma? –La cabeza me daba vueltas–. Si casi no me puedo ni poner de pie. No sé qué me disteis anoche, pero me dejó hecho una auténtica mierda.
–Considera la resaca como los intereses de ese impuesto –dijo Dina–. Además, no te creas tan especial. Todos hemos pasado por lo mismo.
Shon, Alan y Sammy respondieron a Dina con un solemne asentimiento. Fuera lo que fuese lo que iban a pedirme, lo consideraban algo de gran importancia. No me quedaba otra opción que plegarme a sus deseos.
–Vale, vale, no nos pongamos melodramáticos –refunfuñé resignado–. ¿Qué queréis que haga? Cuanto antes terminemos con esto antes podré volver a tirarme aquí a beber cerveza.
–Esa es la actitud. Dina, tú fuiste la última en pasar por esto, instruye al nuevo recluta.
Alan no parecía estar bromeando, realmente le consideraba como el nuevo recluta de su club. ¿Pero club de qué? No tuve tiempo para pensar en ello, mi resacosa mente estaba tan pastosa como mi lengua y Dina empezó a hablar sin darme tiempo a utilizar ninguna de las dos.
–Tienes que ir a la puerta de la mansión y esperar la señal. En cuanto el sol se ponga, dentro de aproximadamente quince minutos, entrarás en la casa y subirás por las escaleras hasta la primera planta. Allí esperarás hasta que la señal desaparezca. Cuando lo haga, subirás el último tramo hasta el ático –recitó las instrucciones como si fueran un mantra o una oración que hubiera tenido que aprenderse de memoria–. Una vez allí sabrás cuándo puedes bajar.
–¿Qué?
No fue la pregunta que quería hacer, tampoco fue la pregunta más inteligente que podía formular, pero fue lo único que conseguí articular. ¿Una señal? ¿Qué señal? ¿Qué narices querían mis amigos que hiciera? ¡Si esa casa apenas se tenía en pie!
–No hay tiempo Dave –dijo Sammy poniéndome su cálida mano en mi hombro–. Ve a la casa y lo entenderás.
Entre todos, aunque con suavidad, me empujaron hasta que empecé a andar hacia la gran puerta ennegrecida. No tenía mucho sentido aquello que querían que hiciera, y yo tampoco veía ningún problema el ir a una casa abandonada, subir unas escaleras y volver a bajar. ¿Cuál era el motivo por el que estaban todos tan serios? Parecían asustados. Bueno, no, asustados no, más bien llenos de algún tipo de temor reverencial hacia aquella casa. Y por su culpa yo también empecé a ponerme nervioso. Lo achaqué a la monumental resaca que estaba sufriendo, pero cuanto más cerca estaba de la negra puerta, más deprisa latía mi corazón.
Llegué hasta el portón y me di la vuelta. Mis amigos formaban un sombrío semi círculo alrededor de la madera que tan pulcramente había preparado Shon para encender una hoguera con la caída del sol. Sólo que todavía no le habían prendido fuego. Les saludé con la mano, intentando parecer más hombre de lo que me sentía y ninguno de ellos me contestó. Estaban concentrados en observar algo situado más allá de mi mismo, en algún punto invisible situado en la parte de arriba de aquella oscura mansión.
Empezaba a preguntarme si sería capaz de reconocer fuera cual fuera aquella extraña señal que tenía que esperar cuando el sol terminó su camino de descenso por el cielo. Y entonces quedó claro qué era lo que tenía que esperar.
En cuanto el encarnado disco solar tocó el horizonte, ocurrió algo que me dejó sin aliento. A pesar de lo débiles que eran los rayos y la luz proveniente de nuestro astro en unas latitudes tan elevadas, su reflejo en el lago produjo un efecto espectacular.
Lo que antes parecía un frío espejo de color azul oscuro se convirtió de pronto en una enorme superficie al rojo vivo. El agua del lago parecía crepitar con unas llamas fantasmales que iluminaban todo a su alrededor cubriéndolo de un tono carmesí. Boquiabierto, no supe definir si estaba pasmado por su belleza o por lo perturbador del efecto. ¿Por qué no había reflejado así los rayos hasta ahora? ¿Sería por el ángulo de caída de los rayos? No sabía mucho de física, ni de nada relacionado con la reflexión de la luz, pero aquello no parecía demasiado natural.
A mi espalda la mansión fue llenándose de una serie de inquietantes crujidos. El aire estaba enfriándose cada vez con mayor rapidez y las viejas maderas se quejaban por tener que alterar su posición. Eso me trajo de vuelta al mundo de los vivos. Tenía un objetivo que cumplir, así que abrí la puerta y entré a la mansión.
Dentro no me esperaba nada espectacular ni inquietante. La casa estaba completamente vacía. Varios de sus muros interiores estaban esparcidos por el suelo, las ventanas no tenían cristales y los postigos no golpeaban con el viento, pues estaban todos rotos y caídos por el interior de la vivienda. Había también varios círculos más negros que el resto del suelo esparcidos más o menos a la altura de los huecos de las ventanas.
En aquel momento no fui consciente de lo extraño de la escena, aunque más tarde, mientras recordaba lo sucedido, no podía dejar de preguntarme por qué todos los cristales, los marcos de las ventanas y las rejas que las cubrían estaban esparcidas por dentro y no por fuera de aquel edificio. Desde luego no había ardido de manera casual. Alguien, o más bien, muchos álguienes habían asaltado aquella casa desde el exterior.
Sin analizar mucho más la escena que se desplegaba ante mis ojos, subí los dos tramos de escaleras que separaban la planta baja del primer piso. Los escalones chirriaban bajo mi peso. No parecía que les hiciera mucha gracia que alguien les pusiera los pies encima, pero no estaban en tan mal estado como parecían.
Llegué a la primera planta. El antinatural fulgor anaranjado procedente del lago iluminaba casi la totalidad de la escena. Muebles destrozados, fragmentos de cristal y vieja ropa desgarrada cubrían el piso hasta donde me alcanzaba la vista. Negros borrones cubrían parte de las paredes. Irregulares y alargados, parecían salpicaduras de algún tipo. Intenté tragar saliva, pero la sequedad de mi boca convirtió el gesto en un doloroso recuerdo de la borrachera del día anterior.
Allí había muerto mucha gente. Huesos ennegrecidos sobresalían de las chamuscadas prendas, amarillentas astillas cubrían las zonas con mayores salpicaduras. No, no había muerto gente, había habido una auténtica carnicería en aquel edificio. ¿Por qué no había rastro de ninguna pelea en la planta interior? ¿Qué relación había entre los fuegos inferiores y la matanza superior? ¿Cómo era posible que allí no hubiera rastro de ventanas rotas o de fuego? Miré hacia el hueco de la escalera y me di cuenta de que el oscurecimiento por el fuego terminaba más o menos a la altura del rellano del primer piso. Como si algo le hubiera impedido seguir devorando el edificio. ¿Dónde cojones me habían metido?
Inquieto y alerta noté cómo el resplandor del lago disminuyó de intensidad hasta dejarme a oscuras, rodeado por aquella tétrica escena. Esa tenía que ser la segunda señal. Sin preocuparme por mi seguridad ni por la integridad de la estructura salí corriendo hacia el ático. Quería terminar con aquello cuanto antes.
Cuando llegué al ático la mortecina luz exterior ya había desaparecido. Por si fuera poco, lo que había confundido con cortinas desde el exterior era en realidad los tabiques que habían levantado en los huecos de todas las ventanas. Nadie quería que se viera nada desde fuera. O desde dentro.
Allí arriba no había ninguna luz, salvo la escasa luminiscencia que se colaba por las juntas de las tablas de la pared, algo más que insuficiente para saber qué me rodeaba. Decidí que ya había cumplido con mis amigos y que podía bajar. Sin embargo, algo retuvo mis pasos.
«Una vez allí sabrás cuándo puedes bajar» había dicho Dina. Tenía la sensación de que si no cumplía con las instrucciones al pie de la letra, mis amigos no sólo me tomarían por un cobarde, sino que habría incumplido algo mucho más importante para ellos que el mero hecho de demostrar mi hombría. Además, si las chicas y el cobarde de Shon ya habían pasado por esto… No podía fallar.
Esperé unos interminables minutos sin que nada cambiase a mi alrededor. ¿Qué era lo que tenía que esperar? Noté cómo la luz exterior cambiaba. La luna había salido ya, e iluminaba con fuerza la pared frontal del edificio. Gracias a ella pude ver por primera vez lo que me rodeaba.
Nada. No me rodeaba nada. El ático estaba más vacío siquiera que la planta baja. Una espesa capa de polvo cubría el suelo. Un poco decepcionado dediqué mi atención a las pisadas que creía que habían dejado mis amigos en años anteriores. Iban desde donde yo estaba de pie hasta algo cubierto con una sábana en el extremo opuesto al de la escalera. Era un objeto de muy grandes dimensiones. ¿Cómo podía no haberlo visto en mi primera inspección? A pesar de que mi mareo estaba remitiendo, aun me sentía bastante alterado física y mentalmente por culpa de la resaca.
Caminé con pesadez los pocos pasos que me separaban del objeto y aparté la sábana. Debajo encontré un gran espejo de cuerpo entero. Parecía antiguo, aunque estaba muy poco ornamentado. Su marco era oscuro y liso y, aunque a simple vista parecía madera, al tacto estaba frío como el metal. Me tuve que alejar un par de pasos para poder observarlo al completo.
Debía de medir un buen trozo más que yo, algo así como dos metros, y su desproporcionada anchura llamaba la atención. Hubiera podido reflejar con facilidad a Sammy y Dina situadas juntas hombro con hombro. Me puse en jarras y aun así no llegué a tocar sus extremos con mis codos. En aquella casa, de aquella época un espejo así desentonaba más que una cerveza light en la nevera que tenían sus amigos allí fuera. ¿Quién lo habría encargado? ¿Y para qué? Pero lo más importante de todo, ¿me habían hecho subir sólo por este espejo?
Empezaba a sospechar que me habían tomado el pelo.
Mi reflejo mostraba un rostro macilento, con las cuencas de los ojos hundidas y oscurecidas por unas grandes ojeras. Mis labios estaban tan resecos que sus surcos parecían estar a punto de resquebrajarse. Y mis ojos… mis ojos estaban inyectados en sangre.
De pronto algo oscuro y pequeño se movió por la izquierda de mi reflejo. Me di la vuelta alarmado en busca de la rata. Sin embargo allí no había nada. Mi cansada mente me jugaba malas pasadas aquel día. Volví a concentrarme en mi reflejo. Había en él algo extraño que no conseguía determinar. Sabía que era yo, pero no parecía real. ¿Tenía yo esa mirada tan dura? Al fijarme en el reflejo de mis ojos otra borrosa forma se movió de derecha a izquierda por detrás de mi reflejo.
Asustado y mareado di un giro demasiado rápido que terminó con mis huesos de bruces en el suelo. Esta vez observé el polvo a mi alrededor en busca de pequeñas patitas que hubieran correteado por encima. Pero allí no había nada salvo mis huellas y las de mis amigos.
La imaginación me estaba jugando malas pasadas. Nervioso y cubierto por una fina película de sudor frío quise mirar una última vez mi reflejo antes de levantarme y bajar otra vez.
Allí estaba yo otra vez. Solo que en el espejo seguía estando de pie con los brazos en jarras. ¿Cómo diablos era posible? Boquiabierto y tembloroso intenté respirar con tranquilidad y cerré los ojos. La resaca me estaba haciendo tener alucinaciones. Pero al volver a abrirlos mi extraña imagen no sólo seguía ahí, sino que se estaba riendo de mi. Una risa silenciosa que dejaba ver unos afilados dientes que no eran míos.
Paralizado por el miedo no pude dejar de mirar. Mi reflejo dejó de reírse y clavó en mi una tenebrosa mirada. Mis ojos, no, sus ojos ya no eran azules. Sus ojos eran negros como la muerte, sin iris, sin pupila, sin párpados. Dos esferas del color del ónice. Su mirada me dolió muy dentro, en una zona de mi cuerpo y de mi mente que no era capaz determinar.
Y entonces, cuando no podía aguantar más, a punto de estallar en gritos descontrolados y salir corriendo de aquella maldita casa, la imagen explotó. Estalló en cientos de oscuros pedazos que salieron volando del espejo y se clavaron en mi carne, dejando al espejo intacto y vacío. Vacío de todo, incluyendo el que debería haber sido el reflejo de mi cuerpo tirado en el suelo a escasos pasos de distancia.
Chillando, con el corazón desbocado y los ojos desorbitados por el terror salí corriendo de aquella mansión. A pesar de la adrenalina que circulaba por mi torrente sanguíneo, los temblores fruto de la deshidratación me hicieron tropezar y caer de bruces contra el suelo a escasos metros de mis amigos.
Sin prestarles ningún tipo de atención a ellos empecé a palparme el cuerpo, comprobando la gravedad de las heridas producidas por aquellas esquirlas oscuras que se habían clavado en mi carne. Pero no encontré nada. Mi cuerpo estaba intacto. No tenía heridas, ni sangre, ni desgarros en la ropa. Nada. Estaba en las mismas condiciones en las que había accedido al interior de aquella casa.
Mis amigos, al verme allí tendido, temblando y farfullando frases inconexas, volvieron a demostrar una falta total de empatía y comprensión de la realidad. Yo estaba aterrado, pero ellos se volvían a comportar como si fuera el jugador clave del partido. Celebraron mi vuelta, corearon mi nombre y encendieron la hoguera y la barbacoa, descorchando un ronda de cervezas bien frías. Sin embargo, rendirse a sus impulsos era más fácil que profundizar en aquello que había pasado y que no comprendía.
El resto de mis recuerdos de aquel verano es tan confuso y vago que no sé siquiera si sucedieron realmente. Sólo sé que desde aquella noche las vacaciones se convirtieron en un carrusel de alcohol, comida, sexo y diversión a unos niveles a los que no los había sentido nunca. Fue el mejor verano de mi vida, aunque no recuerde con claridad el por qué.
Y nadie me preguntó qué fue lo que había visto. Nadie habló de mi estado al salir, ni de su propia experiencia con el espejo. Todos mostraban una total omisión por lo sucedido, aunque capté cómo Alan y Dina me lanzaban miradas indescifrables cuando creían que no les estaba mirando. Fuera lo que fuese lo que me pasó, no fue exactamente como ellos lo tenían planeado. Porque lo que yo vi no tuvo nada que ver con lo que vieron ellos, aunque de eso tardé unos cuantos meses más en enterarme.
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–¿Y a mí que me importa lo que hicierais tus amigos y tú en un puto pueblo canadiense? Cierra la puta boca de una vez antes de que pare el coche y te meta una bala en la cabeza.
–Te importa. Es lo más importante que te ha pasado en toda la vida… Kyle.
–¿Cómo cojones sabes mi nombre?
–Porque siempre sé los nombres de las personas a las que perdono la vida. Es más fácil que aprenderme los nombres de aquellas a las que se la quito.
Continuará…
Siguiente entrega de la saga del Círculo Negro pinchando en este enlace: El Círculo Negro.
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