Este es un extracto con las primeras páginas del relato que da comienzo a mi libro de relatos de ciencia ficción Memoria selectiva.
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Ciudad oscura
La lluvia golpeaba con fuerza los restos carbonizados del coche. Debajo, Ízakar trataba de soportar el frío y la humedad sin perder lo poco que quedaba de sus nervios. Tenía los ojos cerrados. Trataba de no pensar en las consecuencias de estar fuera del refugio durante una tormenta. El crepúsculo estaba a punto de caer.
Abrazó a Emaya con más fuerza. Ojalá no se hubiera dejado convencer. Ojalá no hubieran salido a buscar nada aquel día. Ojalá pudiera cerrar sus oídos igual que cerraba sus párpados. Pero, como no podía, se limitó a apretar con fuerza las mandíbulas.
Ízakar odiaba la lluvia, todos lo hacían. Su sonido hacía mucho más difícil detectar a los shamas. El anochecer lo convertía en una tarea imposible.
Notó a Emaya sollozar entre sus brazos y pudo sentir sus lágrimas resbalándole por el cuello. Fue entonces cuando él también se dejó arrastrar por el miedo.
«¿Qué vamos a hacer?».
A diferencia del exterior, la estación de metro se encontraba tan iluminada que parecía de día. Centenares de focos distribuidos a lo largo y ancho de los andenes, las escaleras, los pasillos y las vías, volcaban su luz sobre todos los rincones. No existía un solo centímetro cuadrado que no estuviera cubierto por la potente y blanca luz que emitían.
Docenas de personas dormían apiñadas las unas contra las otras, a pesar de la iluminación exagerada. Algunos lo hacían con trozos de tela oscura cubriendo sus rostros, otros con la cabeza escondida entre sus brazos; la gran mayoría lo hacía sentado con los ojos entreabiertos. Aunque ninguno de ellos lo hacía con tranquilidad.
Pequeños grupos armados recorrían el perímetro iluminado de la estación. Guardias diestros e imperturbables que, cargados con grandes y potentes linternas en una mano y espadas, machetes o hachas en la otra, caminaban con la seguridad de alguien que ya ha luchado y vencido a la muerte en más ocasiones de las que es capaz de recordar. Ninguno era demasiado corpulento, ni demasiado viejo.
No podía ser de otro modo. A estas alturas solo sobrevivían los mejores y más preparados; los más rápidos, no los más fuertes. La fuerza física no era útil contra aquellos seres. Solo la rapidez, la percepción y la habilidad para anticipar sus movimientos eran capaces de hacerles frente. Una rapidez idéntica a la que demostró Avry al levantar la cabeza cuando se escuchó el ruido metálico de la compuerta del andén dos: la única vía de acceso a su refugio. El único lugar custodiado por un puesto de guardia permanente.
Avry se levantó y corrió en su dirección. Tenía la esperanza de que fuera el sonido de las puertas al abrirse para recibir a Ízakar.
—Si le ha pasado algo… —murmuró entre dientes.
Su odio por Emaya solo podía compararse al odio que sentía por los shamas. Esa pequeña zorra morena le había robado a su hombre desde el día en que llegó al refugio.
Y los hombres buenos no abundaban en esos tiempos.
Tampoco los malos.
Kalye fue el primero en ver la sombra deslizarse por la línea negra que unía la pared con el techo. Un ojo menos experto que el suyo solo hubiera visto un rastro de humo flotando en el aire. Sin embargo, él no era ningún novato. Sabía que el humo no flota desde el exterior hacia el interior, que no podía tener un inicio ni un final definido y que no avanzaba con cautela esquivando las luces de los focos. Pero lo más importante es que sabía que el humo no hacía que se te erizase la piel de la nuca.
De no haber sabido todas esas cosas, él y sus compañeros yacerían bajo las planchas de acero del final de la vía tres. Despedazados por las garras y las fauces de un shama errante.
A pesar del peligro que todos corrían, Kalye no dio la voz de alarma. No hacía falta. Pulsó el interruptor más cercano y dos puertas de acero cayeron a plomo sobre el suelo, dejando a los tres guardias y a la sombra encerrados en un recinto hermético. Apuntó su linterna hacia la forma alargada que se arrastraba por encima de sus cabezas y desenvainó el filo de su machete. Sus dos compañeros, al oír las puertas caer, hicieron lo mismo y se giraron para buscar el haz de su linterna con las armas preparadas.
Aunque sus corazones empezaron a bombear sangre con más fuerza, a ninguno se le agitó la respiración. Nadie habló. Su concentración y preparación eran impecables, fruto del duro y largo enfrentamiento que tenían con aquellos seres. Los tres estaban preparados para atacar a la sombra en el momento en que esta perdiera su forma etérea y volviera a compactarse. Así que esperaron pacientes mientras el shama se arremolinaba en torno a la puerta de acceso al refugio. Su único objetivo, como el de todos los que entraban, era penetrar sus defensas antes de que lo destruyeran.
Avry pudo escuchar los jadeos y las cuchilladas a través de los casi diez centímetros de acero que separaban el refugio de la esclusa de aislamiento de entrada. Otro shama intentaba colarse en sus instalaciones. Otro shama que caía bajo el acero de los guardias.
«¿Cuánto tardarán en atacar este lugar en condiciones?», pensó mientras escuchaba la batalla.
El elevado número de shamas del exterior contrastaba con los pocos que se aventuraban a entrar en lugares cerrados y aislados como ese. Avry, como la mayoría de miembros del refugio, se preguntaban por qué, si querían aniquilarlos, no enviaban un contingente entero.
Cuando la lucha terminó y la compuerta se elevó, Avry pudo ver que, en el interior del puesto de guardia, solo había tres personas. Las mismas tres que custodiaban siempre la entrada. Ni rastro de Ízakar. Ni rastro de Emaya. Ni rastro del shama.
Sus ojos se cruzaron con los de Kalye sin encontrar rastro de emoción alguna en ellos. Las emociones se perdieron al mismo tiempo que perdieron el derecho a vivir en su propio mundo.
Una ceja levantada y un imperceptible cabeceo fue todo el intercambio que realizaron. Suficiente para que Avry supiera que nadie había visto a Ízakar. Suficiente para perder las esperanzas de volver a verlo, porque pocos sobrevivían a una noche entera en el exterior, pero nadie lo hacía cuando había lluvia.
Otro shama más salió de ninguna parte y empezó a dar vueltas alrededor de los restos del coche. Con ese, Ízakar había contado dieciséis rondando su escondite. Él era el único capaz de diferenciar ese escozor detrás de la nuca que anunciaba su presencia, y lo hacía con tal precisión que podía determinar la posición de los shamas que había a menos de diez metros de él. Un raro don que había ayudado al refugio y a su gente desde que llegó allí.
«Va a ser una gran pérdida para ellos», pensó mientras anticipaba el final que creía inevitable.
El frío empezaba a ser insoportable. Tenían la ropa empapada y los miembros ateridos, por lo que ambos empezaban a mostrar los primeros síntomas de hipotermia. Si pretendían hacer algo para sobrevivir, tendrían que hacerlo ya…
Si quieres saber cómo termina…
Este fragmento de relato forma parte de la antología de trece relatos de ciencia ficción Memoria selectiva. Puedes hacerte con un ejemplar o puedes suscribirte más abajo para recibir acceso al relato completo.
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