Martes, son las nueve y media de la mañana. Una de esas horas tan aburridas en cualquier Starbucks de la ciudad.
Los trabajadores ya han encargado sus bebidas calientes para llevar y están en la oficina frente a sus pantallas. Los universitarios que se han levantado hoy para ir a clase están sentados en sus mesas recibiendo sus dosis de conocimiento diarias, mientras que aquellos que hoy no han ido a clase… bueno, esos todavía siguen en sus camas.
A estas horas pocas personas acuden a buscar un café, una magdalena o cualquier otro producto. Y ninguno lo hará hasta pasada otra hora y media. Solo se ve a los tres camareros, de este Starbucks en concreto, charlando detrás de la barra para matar el hastío que sufren a esa hora, a una pareja de extranjeros con un enorme mapa de la ciudad desplegado ante ellos, a un joven pensativo que escribe en su libreta y a él.
Él está sentado en el centro del local, rodeado por un mar de mesas vacías. Con el rostro dirigido hacia los enormes ventanales que rodean el lugar y por los que entra la perezosa luz del sol de octubre. Las arrugas de su rostro y el blanco de su pelo denotan lo avanzado de su edad. Y si uno se fija con detenimiento en sus ojos puede llegar a apreciar toda la sabiduría acumulada por el paso del tiempo.
Delante tiene un periódico que no lee y un café todavía humeante que no ha tocado. En la silla situada a su izquierda está su vieja gabardina de color beige oscuro, doblada con pulcritud milimétrica. Él viste con un traje gris oscuro hecho a medida, una corbata a juego y una elegante bufanda que da la nota de color al conjunto. Su aspecto, su estilo y su erguida postura revelan al caballero que hay en él.
Tiene los brazos cruzados sobre el pecho y su mirada, llena de serenidad, está perdida en algún lejano punto que solo él puede ver. Su rostro demuestra la satisfacción de alguien que ha hecho lo que tenía que hacer.
Sin embargo, una sombra de melancolía emana de él. Un halo de tristeza que empaña ese aspecto que tiene de dandy de la vieja escuela.
Su trabajo ha terminado y está pensando que ya no es posible que le lleguen más encargos. El último ha sido duro y le ha costado un gran esfuerzo. Por eso está satisfecho. Pero también sabe que ese era el último, todo lo que tenía que hacer ya está hecho. Nunca más volverá a pasar por allí.
Uno de los camareros se fija en él y decide acercarse para preguntarle si necesita algo. En ese momento él, con lentitud, se pone en pie, coge la gabardina y se la cuelga del brazo con la misma perfección que estaba colocada en la silla. Gira el rostro hacia los camareros y les dirige un gesto de saludo tocando con dos dedos de su mano derecha un sombrero que no lleva.
Ellos, un poco sorprendidos, se disponen a responder a ese gesto con las habituales frases de cortesía que dedican a todos sus clientes. Pero cuando consiguen reaccionar el hombre ya ha desaparecido, dejando tras de sí un café humeante, un periódico doblado con una rosa encima.
Una rosa de color negro.
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