Los Cuentos y las Brujas
¿Alguna vez os habéis parado a pensar en quiénes eran las brujas? Mujeres de antaño, rodeadas de un aura de misticismo y superstición.
Pero… ¿qué las hacía tan especiales? Sus extraños métodos, sus conocimientos. El uso de hierbas y plantas para aliviar los dolores y los males, pero sobre todo, una enorme cantidad de conocimientos que el resto de sus congéneres no entendían.
De ahí el temor, el recelo y la violencia con la que fueron tratadas. Y es por eso que aquí os quiero dejar la historia de Giwdul. Una historia que muchos conoceréis, diría que casi todos, sólo que contada desde un punto de vista muy muy diferente.
Con todos vosotros: Giwdul de Hanau.
La historia de Giwdul de Hanau
La pobre Giwdul tuvo una vida difícil y complicada. Una vida solitaria y llena de desdichas, aunque plena en su dedicación al conocimiento y al saber. Ya era demasiado vieja, mucho si se tenía en cuenta que nació en 1769, sin embargo, a sus 63 años no podía sino recordar con cariño la que había sido su infancia.
Siendo niña, su padre, el gobernador de Hanau, en Hesse, Alemania, fue uno de los hombres más rígidos y estrictos de toda la ciudad. Tenía normas para todo, órdenes en lugar de peticiones, críticas en vez de halagos y un concepto de la moralidad demasiado antiguo y elevado. Para él no existían el gris ni el negro, solo podía existir un color: el blanco. Y no un blanco cualquiera. Solo le valía el blanco más impoluto.
Por si fuera poco, Giwdul creció siendo la pequeña de tres hermanos. Sus dos hermanos mayores, varones, eran los destinados a gobernar y hacer grandes cosas por el mundo. Ella, como buena mujer de finales del siglo XVIII, tenía la obligación de convertirse en una excelente ama de casa o prepararse para vestir el hábito de monja.
En aquellos tiempos su padre, sabedor del problema que tendría Giwdul para encontrar un marido que la quisiera y la respetase por lo que era y no por ser la hija del gobernador, creyó que lo más adecuado sería que entrase en la orden de las monjas benedictinas. Así que, a la pronta edad de cinco años, a Giwdul le asignaron una tutora para que estudiase las artes contemporáneas y pudiera llegar algún día a obtener un cargo importante dentro del convento.
Giwdul, la Giwdul de la actualidad, sonrió ante aquel bonito recuerdo del inicio de sus estudios en astrología, matemáticas, física y ciencias naturales.
Porque pronto descubrió que no solo se le daba bien estudiar aquellas materias, sino que tenía un auténtico don para ellas y que, por encima de todo, las adoraba. Sentía que había nacido para saber y conocer todos los entresijos del universo.
No tardó demasiado en encontrarse a sí misma siendo la maestra de su tutora.
Pasaron los años y Giwdul se convirtió en una muchachita adorable, eso sí, demasiado inteligente y ávida de conocimiento para su edad y su tiempo. Su tutora y ella prolongaron el momento de entrada al convento gracias a la ciencia. Usaron todo tipo de compuestos, inventados por ellas mismas, para fingir un sinfín de enfermedades diferentes. El problema fue que su padre ya hacía tiempo que sospechaba de las triquiñuelas de su hija y había puesto una fecha inamovible a su incorporación a la orden benedictina: su quinceavo cumpleaños.
Así que urdieron el plan definitivo. Giwdul quería pasar el resto de su vida dedicada a la erudición y al estudio. No le importaba lo más mínimo tener que vivir exiliada y perdida el resto de sus días. Solo quería aprender, investigar, probar y descubrir. Lo demás carecía de importancia. Incluido Dios.
Buscaron por todas las bibliotecas, boticas y herbolarios que pudieron encontrar, hasta dar con la combinación de plantas y setas alucinógenas que necesitaban. Fabricaron un compuesto que, en una dosis incorrecta, mataría a Giwdul, pero que en su justa medida conseguiría fingir su muerte durante unas pocas horas.
Al amanecer del siguiente día, Giwdul incluyó una dosis de aquel producto en su desayuno. Nada más ingerir el primer bocado se desplomó en medio del comedor y toda la familia lloró, dándola por muerta. Fue una casualidad bien planificada que su tutora acudiera aquel día a trabajar en el carro de un pariente suyo y un alivio que se ofreciera con tanta amabilidad a llevar su cuerpo hasta la morgue.
Sin embargo, nunca llegó a tumbarse en la fría piedra de aquella morgue, sino que hizo un viaje hasta lo más profundo del bosque. Allí, en una pequeña cabaña perdida del recuerdo de casi todos los habitantes de Hanau, fue donde Giwdul cumplió su sueño de estudio y soledad.
La anciana Giwdul salió de su ensimismamiento. Había invertido demasiado tiempo en recordar y había descuidado las muchas otras tareas que tenía que atender.
Como el sol no estaba todavía despierto, pasó un buen rato en su enorme biblioteca, caminando entre las hileras de estantes repletos de sus propios manuscritos y de los libros que la buena de su tutora tuvo a bien enviarle a lo largo de los años. Aquella biblioteca era su vida, su pasión, y por eso ocupaba más de la mitad de aquella casa.
Suspiró al pensar que no tendría tiempo para volver a leerlos todos para deleitarse con sus conocimientos.
Con el alba, caminó hacia su parte preferida del bosque, para recolectar helechos, setas, hongos, flores y plantas que utilizaría en sus experimentos. Al volver, fue rellenando los huecos que había libres en la fachada de su casa. Una fachada que era un enorme mosaico de vivos colores por todos aquellos vegetales que se encontraban en diferentes fases de secado, colgados del ingente número de clavos que había ido añadiendo con el paso de las décadas.
El interior de su humilde casa no destacaba menos. Todo lo que había allí eran creaciones fruto de la naturaleza, de las herramientas que había conseguido o fabricado y de sus muchos, muchos años de estudio y práctica. Llenaban su salón tocones de árbol, rocas, esqueletos de animales, animales disecados y plantas, muchas, muchas plantas por todas partes. Secas, recién cortadas, disecadas, aplastadas, molidas, maceradas… Allí dentro se sentía como una auténtica druida celta.
Volvió a sonreír. Pensar en su casa siempre le arrancaba una sonrisa.
Como seguía siendo pronto, decidió echarse una pequeña siesta antes de prepararse algo para comer. Se reclinó en su butaca favorita —la única, en realidad—, cerró los ojos y se sumió en un profundo sueño.
Unos golpes la trajeron de vuelta al mundo de los vivos. Alguien estaba aporreando con fuerza su puerta.
Hizo un esfuerzo tremendo para levantarse de la butaca. Los años pesaban más que su cuerpo delgado y curtido. Era una pena que sus huesos ya no fueran tan fuertes como antes y le costara tanto volver a ponerse en pie. No porque el esfuerzo y el dolor fueran una carga, sino porque sabía que llegaría el día en que no podría levantarse más.
Abrió la puerta, llena de curiosidad, y se encontró a dos niños con una cara de sorpresa todavía mayor que la suya. Niños bien vestidos y demasiado pequeños para estar en esa parte del bosque. Llevaba décadas allí recluida sin haber visto a nadie cerca de su casa.
Como los buenos modales nunca se pierden, les invitó a pasar.
Al principio mostraron mucho recelo, hasta que, atraídos por la magia que emanaba de los centenares de objetos curiosos y brillantes que llenaban su casa, entraron con ella. Intentó, sin éxito, que le explicasen por qué unos niños tan pequeños, limpios y bien alimentados estaban en una zona tan profunda del bosque. Sin decir nada, se limitaron a comer y a susurrar entre ellos, riéndose y burlándose de ella.
Giwdul suspiró apesadumbrada. El mundo exterior debía haberse vuelto horrible si los niños de noble cuna tenían unos modales como aquellos. En sus tiempos alguien con esa edad no hubiera osado nunca reírse de sus mayores.
Pero ella, todavía fiel a algunas de las enseñanzas de su padre, cumplió con su papel de anfitriona a la perfección, dejándoles hacer. Además, un poco de compañía después de tanto tiempo no estaría mal.
Mientras dejaba que el niño se divirtiera con las cosas de la casa, se sentó con la hermana mayor a charlar un rato. No consiguió sacarle mucho, porque ella estaba empeñada en hacerle preguntas sobre magia, conjuros y cosas absurdas que solo podían interesarle a alguien falto de cerebro. La magia no existía y los conjuros tampoco, eso lo sabía todo el mundo. Sin embargo le siguió la corriente para ver si así conseguía ganarse su confianza. Incluso hizo un par de trucos baratos con un poco de yoduro de zinc para crear humo morado, algo inofensivo aunque muy vistoso. Se deleitó al contemplar a los niños boquiabiertos. Vaya si disfrutó, como hacía años que no disfrutaba.
Por fin llegó la hora de comer, así que les ofreció todos los manjares que pudo encontrar en la cocina: galletas de jengibre, pastel de carne, verduras confitadas…, toda la comida que había preparado para esa semana. Un banquete digno de las mesas de más alta alcurnia.
Nunca supo qué les hizo actuar de aquella manera y nunca lo sabría. Aquellos pequeños diablos la golpearon y encerraron en su cocina. Parecían fanáticos inquisidores, correteando alrededor y gritando frases incomprensibles sobre brujas, demonios y absurdas golosinas. ¿Qué golosinas? Allí no había más dulce que la fruta que ya les había servido.
Gritó e intentó explicarles que se equivocaban, que no los había hechizado y que su casa solo estaba hecha con aquello que le daba el bosque. Ellos, malnacidos, hicieron caso omiso y destrozaron todo a su paso, buscando unos dulces que no existían.
Lloró con amargura al recordar el tiempo y el esfuerzo que había dedicado a construir y fabricar todas y cada una de aquellas cosas. Sin embargo, lo peor estaba aún por venir.
Los niños treparon al tejado y tiraron toda la paja que encontraron por el hueco de la chimenea. Cuando cegaron el tiro, empezaron a prenderle fuego.
Giwdul siguió llorando mientras la cocina se llenaba de humo y llamas. ¿Por qué le hacían esto? Nunca había hecho daño a nada ni a nadie. Ella amaba a todas las criaturas vivas.
Invirtió su último aliento para gritar los nombres de los pequeños. Para ver si recobraban el sentido y la dejaban salir. Pero no, Hansel y Gretel nunca contestaron y ella murió abrasada y sola en su cocina.
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