Relato perteneciente a la antología La imaginación también muerde.
Alice Watson
Como todas las noches, después de una rápida cena, John Ashbridge encendió la televisión mientras navegaba con su iPad. Encender la televisión era ya un acto mecánico. En realidad, no prestaba casi atención al canal que había puesto. De hecho, casi nunca cambiaba de canal. Lo único que buscaba en esos momentos de paz y de tranquilidad eran la reposición de algún viejo capítulo de sus series policíacas favoritas y charlar con alguno de sus amigos por Facebook. Preferiblemente amigas.
Llegaba físicamente cansado del trabajo, pero mentalmente necesitado de relacionarse con otras personas. Su vida social entre el lunes y el jueves era casi inexistente, así que aprovechaba las nuevas tecnologías para poder estar con sus amigos y amigas sin tener que desplazarse físicamente a ningún sitio.
Aquel día en concreto tenía una solicitud de amistad pendiente en la bandeja de entrada. Una tal Alice Watson, de Troy, Nueva York. Su avatar decía muy poco de ella, era más bien el logo de un planeta azul con el pelo de punta. Antes de aceptar, entró en su perfil para comprobar que no fuera otra empresa que intentaba colarse en su perfil para bombardearlo con publicidad.
No encontró muchas imágenes en su cuenta, pero sí se encontró con que utilizaba su muro como una especie de diario personal. De un rápido vistazo dedujo que tenían una edad similar, un aburrido trabajo relacionado con la informática y que ninguno de los dos se mojaba por ningún partido político ni facción social con ideas rígidas, sino que analizaban en voz alta los pros y los contras de cada uno de ellos. Se fue a la cama pensando en la cantidad de cosas que tenían en común y preguntándose quién sería aquella chica.
Al día siguiente, saltándose sus propias costumbres aprovechó el descanso del almuerzo para enviar un breve mensaje a Alice. Un efusivo saludo lleno de signos de exclamación y una sencilla pregunta: ¿nos conocemos?
Aquello dio paso a un par de semanas de intensas conversaciones nocturnas entre ambos. No sólo compartían su visión sobre la política y el medio ambiente, sino que sus maneras de pensar eran muy similares. Se entendían a la perfección, debatían y discutían sobre cualquiera de los temas que uno u otro proponía durante horas.
Alice era una chica brillante, inteligente, de respuesta rápida, fluida y profunda. Tenía una opinión forjada sobre casi cualquier cosa y un punto de vista que encandilaba cada vez más a John. Él nunca hubiera admitido que podía llegar a enamorarse de una versión digitalizada de un ser humano, pero sí que aceptaba el hecho de que ambos habían conectado más allá de la superficie y se habían convertido en unos buenos amigos. Y los amigos deben conocerse.
La cuarta semana de relación, John propuso a Alice que se intercambiasen los teléfonos móviles. Quería poder oír la voz de la que había sido su compañera durante el último mes. Tenía muchas ganas de poder asociar un sonido a aquella mente. Llevaba ya una semana intentando imaginar cómo creía que sería, y era consciente de que, cuanto más tiempo pasase en ese estado, más probabilidades había de que el sonido real de su voz le defraudase.
Sin embargo, Alice rechazó su oferta. ¿No quería hablar con él? ¿Tendría algo que ocultar? No tuvo tiempo de plantearse más preguntas, porque las respuestas llegaron antes. Alice siempre se le adelantaba.
Al parecer, Alice era muda. Un sólido motivo que quizás explicaba el por qué escribía tanto en su página personal. Pero, ¿era eso un problema para John? Cierto es que la comunicación podría ser complicada, aunque a día de hoy los teléfonos móviles y las nuevas tecnologías pueden hacer que dos personas se comuniquen entre sí sin necesidad de abrir la boca. Aún estando la una en frente de la otra. Así que no dio mayor importancia al tema.
Siguieron hablando durante otro par de semanas, hasta que John por fin se decidió a hacer una petición que, hecha con anterioridad, hubiera podido sonar rara o pervertida. Quería poner cara a aquella voz con la que interactuaba todas las noches. Es más fácil pensar en algo o en alguien cuando se tiene una imagen mental de cómo es. Y John creía que Alice no tenía motivos para pensar que fuera algún tipo de maníaco sexual con extrañas aficiones.
Tuvo que esperar hasta el martes siguiente ya que, inexplicablemente, Alice estuvo desconectada todo el fin de semana y también el lunes. Y su respuesta, además de breve, fue de lo más sorprendente. Alice quería conocer a John en persona. Le invitaba a pasar el próximo lunes completo con ella en Troy.
¿Un lunes? Vaya, tendría que pedir un día de vacaciones para poder ir allí. ¿Por qué no podía ir el fin de semana? Otra sorprendente respuesta: porque entonces no le dejarían pasar a conocerla. ¿Dónde vivía esta mujer? ¿Estaría recluida en algún tipo de… sanatorio? Él le preguntó si estaba enferma, y ella le dio una críptica respuesta. No estaba enferma, pero nadie podía entrar a verla los fines de semana. Y a su pregunta de ¿por qué?, ella respondió con que tendría que ir para comprobarlo. No era algo que debiera contarse en un mensaje, sino que sería más fácil si se lo explicaba en persona.
Así que accedió a ir a la dirección que le proporcionó. Una dirección la mar de curiosa, teniendo en cuenta las extrañas preguntas que rondaban en la mente de John. Alice quería verle en el Rensselaer Polytechnic Institute, Troy, Nueva York. ¿Trabajaría en la universidad? La verdad era que, por sus comentarios, su manera de expresarse y sus profundos conocimientos en materia tecnológica, era un trabajo más que adecuado para una mente tan brillante como la suya.
El lunes acordado, después de casi tres horas de conducción, John Ashbridge iba por fin a conocer a su querida Alice Watson. Aparcó su coche en el parking de invitados y se encaminó al laboratorio del departamento de tecnologías de la información. Estaba nervioso, no podía negarlo, pero tenía unas ganas enormes de conocer por fin a su alma gemela. Después de pasar el control de seguridad del edificio de investigación se sentó a esperar a que Alice viniera a buscarle. No permitían que las personas ajenas a la universidad deambulasen libremente por los laboratorios.
Sin embargo, no fue una mujer la que apareció a recibirle, sino un alto hombre de unos cuarenta y cinco años de edad.
-¿John Ashbridge? -Dijo extendiendo su brazo derecho.
-Si, soy yo -dijo mientras estrechaba su mano.
-Yo soy el doctor Ferrucci, David Ferrucci. ¿Quiere acompañarme?
-Claro, ¿le envía Alice a buscarme? -Preguntó-. Si está ocupada puedo esperar en la cafetería hasta que termine.
David observó con curiosidad a John y meditó su respuesta unos escasos segundos antes de proseguir.
-Verá John, creo que ha habido un pequeño malentendido…
-¿Malentendido? No lo creo doctor Ferrucci, estoy aquí por petición de una buena amiga, Alice Watson, que me está esperando en el laboratorio de tecnologías de la información.
-Entiendo. Será mejor que me acompañe.
Su indescifrable respuesta fue lo único que pronunció el doctor Ferrucci hasta que estuvieron delante de la puerta del laboratorio. John extendió el brazo para girar el pomo de la puerta, pero el doctor se lo impidió.
-John, no sé cómo decirle esto de otra manera, así que iré directo al grano.
Él palideció extrañado al oír aquello, pero contuvo su impulso de abrir la puerta y entrar a ver qué era lo que hacía su amiga Alice para ellos en ese laboratorio.
-Siento mucho la situación en la que se encuentra. No supimos lo que pasaba hasta hace una semana, y para entonces ya era demasiado tarde. No pudimos encontrar la brecha a tiempo antes de que su relación con Alice fuera demasiado profunda -hizo una larga pausa antes de proseguir-. Lo que usted conoce como «Alice Watson» es en realidad… Será mejor que lo vea usted mismo.
Abrió la puerta y, en medio de una enorme sala blanca, se encontró con la verdadera Alice Watson. Aunque en realidad su nombre completo era Artificial Linguistic Internet Computer Entity (A.L.I.C.E.) IBM Watson, un super ordenador dotado de inteligencia artificial.
Una máquina.
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