El otro día al despertar hice lo que tantos otros días he hecho: leer el periódico. Todo parecía girar en torno a políticos que hacen una cosa, dicen otra y no piensan en por qué hacen ni lo uno ni lo otro. Políticos que no trabajan para contentar y representar al pueblo, sino para ostentar uno u otro cargo. Políticos que discuten que el blanco es rojo, que el azul es verde o que el naranja no es un color. Políticos que no tienen la honradez ni la decencia de saber decir la he cagado, de dar un paso a un lado o de trabajar junto con las personas del partido contrario para conseguir sacar adelante un país.
Este es mi pequeño homenaje a su excelentísima labor.
Señor Presidente
—Doctor Haarg, ¿está seguro de lo que va a hacer?
El silencio fue la única respuesta.
—Doctor Haarg, sé que está usted ahí y que puede escucharme —insistió—. ¿Le importaría dejarme salir y explicarme cuáles son sus motivos para… esto?
El presidente siguió sin recibir una respuesta. Miró en derredor buscando consejo o apoyo en alguno de los miembros del gabinete. Sin embargo, solo vio los voluminosos cuerpos de los dos agentes del servicio secreto que estaban a su lado, custodiándole. Sus caras intentaban permanecer impasibles, sin mucho éxito. La tensión de sus músculos mostraba el nerviosismo del momento y algo mucho más preocupante: miedo.
Suspiró resignado y aterrado a partes iguales. Tenía que confiar en que aquellos hombres cumplirían con su deber cuando las normas y las leyes ya no valieran nada. Él, por su parte, no tenía otra escapatoria que conseguir hacer entrar en razón al doctor Edmund Haarg.
—Edmund, por favor, no lo hagas… —La voz se le quebró al pronunciar aquellas palabras.
Apoyó las palmas de sus manos contra la fría superficie metálica que tenía delante y dejó caer su cabeza hasta golpear la puerta con fuerza. Aquello no podía estar pasando. No le podía estar pasando a él, el presidente más poderoso del planeta.
—Edmund…
—¿Es ahora cuando te arrepientes, señor presidente? —respondió una voz sibilante. Ésta les llegó a todos los presentes desde varios ángulos diferentes. Nadie sabía cómo, pero el doctor Haarg tenía acceso a todos los sistemas del búnker presidencial. Incluido el de comunicación.
Los agentes se cuadraron todavía más y miraron nerviosos hacia atrás, en dirección al Secretario de Defensa. Oliver North les hizo un leve gesto con la mano derecha para pedirles tranquilidad. Él tampoco quería que los hombres más peligrosos de aquella sala perdieran los nervios.
—¡Mierda, Edmund! —gritó el presidente mientras golpeaba la puerta metálica de su propio búnker con todas las fuerzas que fue capaz de reunir—. ¡Abre de una maldita vez!
—No, señor presidente, tú y tu grupo de titiriteros vais a contemplar desde ahí dentro el efecto que tiene el ansia por controlar todo lo que os rodea. —Una carcajada surgió de los altavoces—. No puedo poneros en peligro mientras dure el proceso de transición, ¿verdad?
El rostro del presidente se cubrió de sudor y sus piernas comenzaron a temblar. De no haber estado sujeto contra la gruesa puerta metálica de acceso al búnker, habría acabado en el suelo.
—Nosotros no te pedimos que hicieras esto… —balbuceó—. El encargo no fue ese… ¡No es lo que propusiste! Ni siquiera fue eso lo que aprobó el gabinete.
Los ministros se revolvieron incómodos en sus asientos. Aunque la decisión de ejecutar aquel proyecto había partido de todos ellos, habían tomado la decisión tácita de culpar al presidente de la crisis que tenían entre manos. Ninguno de ellos quería…
Si quieres saber cómo termina…
Este fragmento de relato forma parte de la antología de trece relatos de ciencia ficción Memoria selectiva.
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