Hace tiempo, con mis suscriptores, compartí una reflexión sobre la soledad del escritor. Sobre el mito del escritor solitario.
Les expliqué que esa imagen de soledad, de persona aislada consigo misma, huraña, arisca y, por qué no decirlo, alcohólica, era un tópico, un cliché. Porque los escritores alimentan sus historias basándose en su propia experiencia.
Un escritor necesita vivir, necesita sentir, necesita experimentar y conocer gente para poder dar forma a lo que cuenta. Para que sus historias sean creíbles (dentro de su incredibilidad).
¿Sabes qué? Tengo que retractarme de lo que dije. Los escritores sí que somos solitarios y huraños. Seres que viven encorvados encima de su teclado, pasando largas horas sin más compañía que la de ellos mismos. O, al menos, es lo que desearían.
Porque quizá no sea solitaria la tarea de enriquecerse, de obtener experiencias, documentarse e hilar una historia. Pero el grueso de la tarea de escribir, de crear y pulir un manuscrito, es un proceso que requiere de soledad. Una soledad que para algunos, como yo, ha sido la primera baja de este año tan aciago que nos ha tocado vivir.
Durante estos largos meses de encierro me he dado verdadera cuenta de lo necesaria que es esa soledad para un escritor. De la cantidad de tiempo aislados con nosotros mismos que necesitamos y de la calma y la tranquilidad que se consigue en ese estado de reclusión voluntaria.
Por eso, mientras dure esta fase de nuestras vidas en las que, los que los tenemos, nuestros hijos estén dentro de casa con nosotros veinticuatro horas al día, creo que seré incapaz de escribir ficción. Artículos, posts, reflexiones, listas y demás documentos de trabajo «inmediato» sí, porque no exigen de tanta concentración. Pero ficción, me temo que no.
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