Continuo con mi propósito de acercaros algo de lectura gratuita en estos tiempos de crisis. Esta vez, os traigo un relato gratuito que escribí para un concurso y al final no presenté. Me gustó demasiado como para perderlo.
Lo guardé en un cajón, con sus 3500 palabras, para publicarlo junto con Escritor 3.0 y un posible tercer relato que tengo entre manos. Mi idea era gestar unas 20.000 palabras de distopías antes de publicarlos.
Pero hay situaciones que pesan más que nuestras intenciones (sí, Chiki, la rima es deliberada). Así que aquí os dejo con otro fragmento de mi repertorio oculto.
Sobre el relato: Traficantes de almas
Antes de continuar, tengo que confesaros una cosa sobre Traficantes de almas. Creo que el tono, el ambiente y la atmósfera que genera son un poco oscuras y angustiosas. O al menos así lo sentí yo cuando lo escribí (y lo siento cada vez que lo leo).
Es, dicho en palabras vulgares y mundanas, una putada de relato.
Pero no quiero desvelaros nada, solo avisaros de que, si estáis buscando un prado verde y lleno de flores, con cervatillos saltando y soles sonrientes, quizá este no es el relato que estáis buscando.
Eso sí, si queréis transportaros a un futuro en el que podemos manipular mentes y recuerdos; si queréis pensar en cómo la sociedad se cimenta sobre el poder de unos pocos y cómo se desvirtúa el uso de la tecnología en manos de los poderosos…, entonces Traficantes de almas es vuestro relato.
Traficantes de almas
La pregunta llega sin avisar, como un asesino, y me da directa en donde más duele.
—¿Qué es lo que murmuras?
Él siempre sabe dónde tiene que apuntar para desestabilizar mi alma.
—¿Me estás oyendo?
Claro que te estoy oyendo, aunque intento no hacerlo. Escucharte hace que pierda la concentración, la memoria se fragmente y los recuerdos se escapen entre las grietas del caparazón roto que es mi cabeza.
Concéntrate, Aiko, intenta recomponer las piezas. Sabes que tu mente se perderá a la deriva si no lo haces y tendrás que pedirles ayuda a ellos. Y eso no tiene vuelta atrás.
—Aiko…
Me pierdo. No consigo sujetarme. Las visiones se superponen a la realidad y noto cómo el ahora desaparece.
El olor a carne quemada y a descomposición llena el ambiente. Trato de no inspirar, pero es muy difícil contener la respiración cuando las apuestas están tan altas. Hombres y mujeres, todos jóvenes y cubiertos de sangre y mugre, hacen cola para entrar en mi tienda. Me miran con odio, tratando de ocultar que lo que sienten es un deseo irrefrenable de recibir mi bendición. Saben quién soy, saben lo que hago, saben lo que quiero que hagan y también saben que me necesitan.
La fila de soldados que esperan a que los salve es interminable. Docenas, cientos, que vienen rotos a pedir que los recomponga y los envíe de vuelta al infierno. ¿Soy un medio más para conseguir esas muertes o soy la causa? Sin mi ayuda no pueden volver a matar. Sin mi ayuda nunca hubieran matado.
El proyectil impacta contra sus cuerpos sin piedad.
Veo cómo mueren y me sorprendo de no sentir tristeza, miedo o piedad por ellos; solo frustración por ver cómo mi trabajo se esparce en pedazos por el suelo. La sangre, carmesí y brillante, fluye por los huecos de las baldosas a una velocidad antinatural. Rodea mis pies, sin tocarlos, y crece hasta formar un muro vivo que late al ritmo de mi corazón.
Me atrapa, inexorable, y me aísla del mundo. Estiro mi mano, la introduzco en la mezcla pegajosa, que explota ante su contacto arrastrando lo que queda de los soldados, el barracón, la arena y el sol.
El calor y el ruido del infierno desaparecen, sustituidos por una brisa fresca y pura. El suave ronroneo de los sistemas de climatización contrasta con los gritos de aquellos que mi soberbia ha aniquilado. La sensación de asfixia desaparece, pero su sabor permanece.
—Señora No-Miya, ¿cuál es el resultado?
Ese regusto rancio que llena mi boca se intensifica mientras las palabras se suben en mi lengua y estalla cuando las pronuncio.
—Lo hemos conseguido.
Un dolor sordo me trae de vuelta al ahora. Sé que es ahora porque el dolor está en la zona correcta de mi cuerpo, no hay sabores que me repugnen y sé cuál es mi nombre. Abro los ojos e intento apartar de mí esas memorias inconexas que se llevan mi consciencia.
—He vuelto, Saito. —Mi voz suena lejana—: Estoy aquí.
Acaricio su rostro con ternura. En mi interior, sin embargo, no siento el mismo amor que sentía antes de que las imágenes asaltasen mi vida.
—¿Dónde estabas? ¿Qué es lo que has visto esta vez?
El recuerdo de la descomposición vuelve con fuerza y ahogo una arcada. Hay veces que me cuesta tanto bloquear las intrusiones… No sé por qué tengo estas visiones, ni si son reales o no, pero sí sé que no puedo dejarme llevar otra vez.
Me aprieto las sienes y se me escapa un gruñido por el esfuerzo.
—Aiko…
No hay reproche en su voz. Saito me ama, me ama tanto que acepta el tiempo que no vivo en el ahora como una parte de mí.
—Tengo que hacer algo —digo sin aflojar mis manos—. Ninguno de los dos se merece ver cómo desaparezco poco a poco.
—Ya estamos haciendo algo, Aiko. La meditación, las sesiones con Ria, los…
—No sirven para nada. —Sueno más cortante de lo que quería. Saito no tiene la culpa—: Las ausencias son más frecuentes y más intensas… Dentro de poco no podré despertar o lo haré sin saber qué mundo es real y cuál no.
Saito coge mi mano y un temblor casi imperceptible le recorre los brazos. Suspiro. Menos mal que mi voluntad es más fuerte que mi corazón.
—¿Qué es lo que quieres hacer?
Clavo mis ojos en Saito. Él ya sabe qué es lo que hay que hacer.
—Ellos no, Aiko, no puedes ir con ellos. Te perderé, ya sabes lo que hacen… —sus palabras salen atropelladas—. Olvidarás mi existencia, vagarás por el mundo sin saber quién eres, no podré…
Lo estrecho entre mis brazos. Saito siempre se deja llevar por sus emociones.
—Si conseguiste atraparme una vez, conseguirás hacerlo otra. —Limpio sus lágrimas y lo aparto de mí—: ¿No te apetece volver a enamorarme?
La ausencia de luz en sus ojos es su respuesta.
Hacía tanto que no salía de casa que había olvidado por qué evitaba el exterior. Más gente de la que cabe en la calle avanza entre empujones, gritando, apestando a sudor y a desesperación. La mayoría pasan a mi lado como si no existiera, pero algunos me lanzan miradas lascivas que dicen más de lo que quiero saber.
Saito y yo vivimos en una zona pobre, dominada por las mafias y rodeados por negocios ilegales. Un ambiente nocivo que ahora, pensando en el lugar al que me dirijo, se me antoja un paraíso. La corrupción del Yamiichiba es tal que estas calles fangosas y esta gente corrupta me parecen el paraíso.
Si es que consigo llegar allí. No sé si sobreviviré a lo que sea que ellos me hagan.
Las calles se van estrechando conforme me acerco al núcleo prohibido de la ciudad. Los gritos disminuyen, las miradas de la gente se vuelven furtivas y sus ojos ya no reflejan la lujuria de sus portadores, tan solo el dinero que obtendrían por mi cuerpo.
Camino aterrada hasta el centro exacto del Yamiichiba, mi destino. Allí me espera el único edificio que respira con holgura y brilla con luz propia.
Los Tamashi no Shonin, traficantes de almas, son la facción más rica de todo Oriente. Más ricos que los Fabricantes, más ricos que el gobierno, incluso más ricos que el Emperador. Su dinero mueve la política del mundo y decide el destino de la humanidad.
¿Cuánto de mí pedirán a cambio de lo que necesito?
Holografías, neones y figuras robóticas se mueven por las ocho fachadas de la sede y me llaman con miles de voces distintas. Conocen mi nombre y me susurran las maravillas que podría conseguir si entro a venderles una parte de lo que guardo en la cabeza. Sonrío con tristeza ante la ironía que supone. Es posible que sea una de las pocas personas que entre ahí a pagar para que le arranquen una parte de su alma.
Atravieso las grandes puertas de cristal líquido que se abren ante mí y el sudor se me congela en la piel. Un torrente límpido y fresco brota por encima y me transporta de vuelta a un mundo que no es este, evocando imágenes de un tiempo y un lugar que quizá nunca existió.
Cierro los puños. Este no es el momento de salir del ahora y viajar a otro lugar.
Me clavo las uñas en las palmas sin sentir nada.
Aprieto más fuerte. La piel de los guantes estériles del ala Kodo se rasgan.
¿Qué es el ala Kodo? El cuerpo empieza a temblar mientras bajo la vista hacia mis manos. Unos dedos sucios, ocho surcos ensangrentados y varias cicatrices me devuelven la mirada. Sigo siendo yo. Sigo estando aquí. Sigo sin llevar guantes.
—¿Comprar o vender? —dice una voz dulce delante de mí, ayudándome a afianzar mi mente en el ahora.
Una joven, no mayor de veinte años, me sonríe con calidez.De ella solo se ven los labios y un fragmento de su frente; el resto permanece oculto bajo un traje sintético completo. La carne no vale nada para los Traficantes, solo los recuerdos tienen algún valor.
—Extracción selectiva —digo con una firmeza impropia de la inseguridad que siento.
¿Cómo sé qué es lo que necesito? Es la primera vez que vengo.
—Ese es un servicio poco corriente. ¿Sabe qué capa necesita extraer, señora…?
—Señorita Ayimo.
Temo decir nada más. La lucidez que ha hablado por mí ya no está.
—Comprendo. —Su voz refleja el desconcierto que su rostro invisible no me muestra—. Acompáñeme.
Entonces la joven coge mi brazo y me aparta del camino de los desesperados que venden su alma para llevarme a través de las puertas por las que entran aquellos que las compran.
Camina conmigo hasta una sala individual llena de aparatos que no conozco en la que un diván de grandes dimensiones preside la estancia. Cables y conectores surgen de su base en todas direcciones y alimentan los múltiples ordenadores que parpadean a mi alrededor.
La chica suelta mi brazo, se despide con una inclinación de cabeza y me deja sola.
Recorro la superficie de cuero del diván con los dedos. ¿Por qué ellos tienen tanto y nosotros tan poco? Saito y yo no somos capaces de pagar por un sencillo terminal de entretenimiento, mientras un solo centímetro cuadrado de ese material vale más que diez de ellos. No sé cómo voy a pagar a los Shonin para que limpien mi mente.
Un hombre con bata carmesí entra en la sala y me tiende una mano en la que reluce un anillo de rodio. El olor del dinero apesta mire donde mire.
—Señorita… Ayimo, encantado de conocerla. —Consulta más sus notas que mi rostro—: ¿Qué tipo de extracción quiere hacer?
—Hay algo en mi cabeza…
Me es imposible explicarle lo que necesito cuando yo misma soy incapaz de comprender qué me pasa.
—Tómese su tiempo. Ya sabe que necesito de usted la mayor concreción que pueda darme antes de evaluar la dificultad que conllevará la extracción y estimar así el coste de la intervención.
Abro la boca para contestar, pero no soy yo quien habla a través de ella.
—Necesito extirpar de mí toda la capa alfa que interfiere con la profundidad de las improntas de memoria análoga.
¿Cómo he podido decir algo así?
—Entiendo. —Teclea en su terminal portátil antes de continuar—. En ese caso, siéntese y déjeme examinar su memoria para ver cuál puede ser el pago por una extracción tan… extensa.
Hago lo que pide y la máquina me conecta docenas de electrodos en la cabeza.
—Empezamos.
El mundo se desvanece alrededor.
La señorita Ayimo yace inconsciente en el extractor mientras el aparato hace un escáner completo de su cerebro. Faltan al menos diez minutos hasta que termine la lectura preliminar, pero una alarma comienza a parpadear en los terminales antes incluso de alinear el sistema con las ondas cerebrales de la mujer.
—¡Qué demonios…!
El hombre no llega a terminar la frase antes de que dos miembros del cuerpo de seguridad y uno de los directores atraviesen la puerta.
—Aparta del terminal —dice uno de los guardias.
—¿Qué es lo que pasa?
—No hay tiempo. Llegarán en cualquier momento y se harán cargo de la situación —dice el director—. Da igual lo que diga el escáner, prométele que mañana tendrá lo que desea.
—¿Y el pago?
Una carcajada brota de los guardias.
—¿Cómo ha llegado este aquí? —pregunta uno.
—No sabes quién es, ¿verdad? —dice el más corpulento.
Su jefe levanta una mano.
—Silencio. Hacía años que no nos enfrentábamos a algo así y ya no formamos a los nuevos en esta contingencia, dejadlo tranquilo. —Se inclina hacia el operario tanto que este puede oler la colonia que lleva—. No vas a cobrarle nada por este trabajo. Dile que la extracción tiene potencial suficiente para servir como pago, pero asegúrate de que vuelva mañana. Si no lo haces tendrás problemas mayores que tu comisión.
Los tres hombres salen de la habitación antes de que el extractor de memoria termine su lectura y dejan al encargado confundido y asustado.
Volver a casa resulta un proceso mucho más rápido que llegar al Yamiichiba. La misma gente que antes me empujaba y me desnudaba con la vista ahora se aparta de mi camino. Parece algo imposible, pero de alguna forma notan en mí el aroma de los Shonin. Quizá solo es el hecho de que salga del Yamiichiba —o que lo haga indemne—, pero gracias a eso estoy de vuelta en casa de Saito poco antes del anochecer.
Cierro los ojos antes de llamar a la puerta e inspiro con fuerza. Quiero impregnarme con las sensaciones que emanan del que hasta ahora ha sido mi hogar. Al otro lado escucho a Saito moverse por la casa. Puedo oler los fideos, las verduras y lo poco que quedaba del último pato que pudimos comprar.
¿Cuánto de mí quedará después de que me hayan quitado esas memorias superpuestas con las mías? ¿Me acordaré de él?
Todo el mundo sabe que el comercio de recuerdos se vuelve peligroso cuanto menos preciso es el evento que quieren extraer, y yo no soy capaz de hilar más de cuatro fragmentos de imágenes cada vez que me pierdo dentro de mí. Esta es posiblemente la última vez que puedo ver y tocar a Saito.
Noto cómo las lágrimas corren libres por mis mejillas.
¿Por qué me pasa esto?
Las lágrimas continuan brotando. No lo hacen por mi vida con él y no lo hacen porque los Shonin vayan a borrar mi mente. Lloro porque algo dentro de mí me dice que tengo que estar triste y devastada, porque siento que debo sufrir, que merezco esto y mucho más.
No soporto estar aquí.
No soporto la esperanza que emana de mí cuando estoy con él.
No la merezco.
—Aiko, ¿por qué no entras?
Saito me mira con dolor en sus ojos. Quiere abrazarme, lo sé, pero no lo hará si yo no doy el primer paso. Y yo no quiero sentir su cariño, no merezco sentirlo. Así que corro. Corro para alejarme de él y sumergirme en la angustia, el miedo y el dolor.
—Bienvenida de nuevo, señorita Ayimo, no la esperábamos hasta mañana.
La joven con la frente desnuda esboza una sonrisa nerviosa. Mi aspecto debe de ser horrible. Si el tejido adaptativo que cubre su rostro permite que capte tanta turbación, debe estar al borde del colapso.
—¿Está lista para someterse al procedimiento? —insiste.
Asiento con firmeza. Esto tiene que acabar.
—Si tiene la amabilidad de acompañarme, su sala está ya preparada.
Esta vez no coge mi brazo mientras me guía a través de los corredores del edificio. No hay nada en su máscara de corrección que lo demuestre, pero estoy convencida de que me odia.
El mismo hombre que me atendió antes habla sin parar, nervioso, explicándome cosas para las que yo no estoy preparada. No le presto atención. Me tumbo, como me pide, y cierro los ojos. Lo único que quiero es terminar con el proceso. Me da igual cuánto de mí desaparezca, tan solo necesito que esta locura acabe.
A diferencia de la primera vez, en esta me atan al diván. Unas manos suaves colocan varios cepos alrededor de mi cuerpo y una cantidad de sensores craneales mucho mayor.
—¿Puede oírme, señorita Ayimo?
La voz posee algo que tira de mí sin que pueda resistirme. El rostro de un hombre viejo y canoso me sonríe. Lo conozco, sé que lo conozco, aunque no sé de qué.
—Hola de nuevo, Oyuky —dice.
—Me llamo Aiko. —Las palabras salen con dificultad. Mi mente se rebela contra mis deseos y busca hablar con otra voz—. Aiko Ayimo…
—Esta vez casi lo consigues. —El anciano se sienta a mi lado y me acaricia. Lejos de repugnarme, la piel se me eriza por la dicha—. Pero ambos sabemos que es imposible. Nunca quisimos que esto fuera perfecto, ¿verdad? Si lo fuera no sería un castigo.
—No… sé… de… qué…
No puedo respirar.
—Basta de sufrir, mi querida Oyuky No-Miya.
El nombre estalla en mil pedazos dentro de mi cabeza. Cada uno de los fragmentos enciende una de las memorias que quiero borrar, que se juntan formando una nueva mente dentro de mí.
Sé quién es él y sé quién soy yo. Quién era yo.
—Diseñaste una tecnología maravillosa, ¿verdad? Descifraste el lenguaje de nuestras mentes y nos diste la llave para escribir lo que quisiéramos, ¿por qué usarlo para destruir?
El ahora se tambalea bajo el peso de sus palabras y mi mente viaja a un lugar y un tiempo distintos, solo que ya sé a dónde y a cuándo he ido.
Los recuerdos fluyen esta vez conectados unos con otros. Ya no son imágenes carentes de sentido, caras desconocidas ni lugares de pesadilla. Son mi memoria, mi verdadera memoria.
Recuerdo las pruebas en animales, el paso a humanos y el sabor del éxito. Tenía el mundo a mis pies y mil caminos brillantes que recorrer. Solo que no escogí ninguno. Me vendí por algo peor que el dinero, utilicé las maravillas del nuevo lenguaje para que otros esparcieran dolor y muerte en nombre de su país. Los liberé de sus escrúpulos, de la culpa y de los remordimientos. Yo misma me refugié en esa ausencia de consecuencias para dormir por las noches.
Pero no podemos huir de lo que somos. La conciencia funciona a niveles que no podemos controlar y cuanto más se extiende la mácula del odio a uno mismo, más difícil es eliminarla.
Yo dediqué años a extender la mía. Años de atrocidades y sufrimiento que ahora recorren mi mente con libertad, arrasando esas barreras tan precarias que construí con la última impronta de memoria, devolviéndome al infierno de mi vida anterior.
—Es una pena que no podamos charlar, querida. —La voz de Takeshi me devuelve a mi realidad actual—. La elección de tu seppuku me impide gozar de tu compañía. Disfrutaré viéndote al final del siguiente ciclo. —Con un cuchillo añade un corte nuevo y profundo a mis antebrazos, al lado del resto de cicatrices—: Si es que ambos llegamos vivos.
Pataleo, grito y me retuerzo. No quiero caer otra vez en el olvido, debajo de la mente de otra persona. Las ataduras resisten cada uno de mis embates y los devuelven en forma de dolor, aunque no existe dolor físico capaz de sobreponerse al tormento que arrasa mi alma.
Suplico, lloro y pido ayuda. Sé que es inútil, que nadie acudirá a auxiliarme ni comenzará a extraer las capas de memorias ajenas que recubren la mía hasta que haya dejado de padecer. El castigo que me impuse cuando todo se desmoronó así lo dictamina.
El miedo, el dolor y la falsa esperanza hacen que golpee hasta que la sangre abandona mis manos y la correa del cuello me deja sin aliento. La vista se nubla cuando el aire me deja de llegar a los pulmones.
—No podéis hacer esto. Os ordeno que me soltéis.
No lo hacen. En su lugar traen otra camilla y la colocan al lado. No quiero mirar, no quiero ver lo que hay encima, pero me obligo a hacerlo. Necesito ver el rostro de la pobre desdichada que va a vaciar su mente para poder levantar de nuevo los muros de mi prisión. Parece tan joven y llena de vida que siento que mi alma se pudre un poco más.
Estudio cada milímetro de su rostro. Sé que nunca conoceré su nombre —tampoco importa—, pero la añado a la lista de rostros de personas que he destruido, al lado de las otras ocho jóvenes que sacrificaron su vida por mi culpa.
—Por tu expresión veo que ya has asimilado tu nuevo asesinato. —Takeshi habla mientras se aleja de mí—. Espero que disfrutes una vez más descubriendo quién eres.
Takeshi, mi carcelero, mi verdugo y mi mejor alumno se despide con una reverencia.
Abro la boca para replicar y ellos no me lo permiten, iniciando el volcado de memoria. Las brumas me arrastran a lo más profundo de mi mente y el ahora desaparece.
El sol de la mañana me acaricia el rostro y calienta mi ánimo. Las flores de los cerezos enmarcan la belleza de un cielo azul hermoso y el riachuelo del jardín toca su música para mí.
Me levanto, llenando mis pulmones del dulce aroma de las flores, y camino hacia la salida del parque. Puede que sea una mujer humilde, que tenga escasos bienes materiales, pero soy afortunada por trabajar aquí, en el distrito verde.
—¡Chia! —Emiko corre hacia mí.
—¿A qué viene tanta prisa? Todavía nos quedan unos minutos de descanso.
—Hay un chico… —Detiene la frase para recuperar el aliento y noto su excitación antes de hablar—: Hay un chico alto, guapo y bien vestido que pregunta por ti… ¡Y trae flores!
Mi corazón se ilumina. La vida me sonríe más de lo que podía desear.
—¿Te ha dicho su nombre?
—Saito, se llama Saito.
¿Te ha gustado?
Sé que es un relato complicado, con un final y un sabor general un tanto negativos. Sin embargo, si te ha gustado, lo mejor que puedes hacer por mí es dejar un comentario y COMPARTIRLO.
Y, sobre todo, debes tener los principios suficientes como para saber que el dinero no debería comprarlo todo 😉.
Sobre el final
Confieso que, cuando me enfrento a un relato, me suele costar mucho diseñar el final. Una de las críticas más extendidas entre los que han leído Memoria selectiva, es que muchos relatos abren mundos increíbles que piden mucho más de lo que cuenta el propio texto.
Pero no me pasó así con Traficantes de almas. Desde el principio, desde que tuve clara la idea de una condena para la creadora de una tecnología que sirvió para alimentar guerras y cometer atrocidades, supe que dejaría un final abierto a la esperanza.
Espero que lo veáis así también.
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